Rayando la pantalla
a pesar de que es malo; peor essilenciarlo, pues todas las verdadessilenciadas acaban por destilar veneno.¡Y que se venga abajo cuanto pueda venirseabajo en nuestras verdades! ¡Quedan aúnmuchas casas por levantar!”F. Nietzsche
A casi
un año del llamado a quedarnos en casa, intento reflexionar sobre lo que
ha venido sucediendo con la vida escolar virtual. En un ejercicio evocativo,
puedo percibir incluso el calor de los días de primavera en que comenzó todo
esto; puedo verme en pants y descalza pretendiendo crear una propuesta que nos
permitiera continuar la relación escolar con nuestros alumnos.
Las primeras sesiones vía Zoom
fueron toda una aventura, mezcla de nerviosismo con ansiedad, de resistencia
vinculada a la necesidad, a la obligatoriedad de inventar formas de seguir
trabajando. No podíamos dar por finiquitado el tiempo escolar; esa no era la
indicación y, honestamente, tampoco era nuestro deseo.
Comenzó entonces el vía crucis
por la experimentación, de intento en intento, de propuesta en propuesta,
montados todos en esta idea de llevar la escuela presencial a la virtualidad: los
papás nos pedían cubrir la jornada escolar completa vía computadora, los niños
solamente pedían volver a su escuela “real” (como suelen llamar a la escuela
presencial, la “verdadera”), los maestros no teníamos la menor idea de cómo
apoyar, cómo continuar, vaya, ni siquiera de cómo usar los dispositivos y las
redes para realizar nuestra labor. Y vino la vertedera de vídeos, de
fotografías, de audios, de chats, de tareas en classroom, de links por aquí y
por allá.
Nos perdimos. Pero lo
logramos. Terminamos el año escolar. Nos fuimos todos: mamás, papás, niños y
maestros, a descansar, a esperar que el siguiente ciclo pudiéramos volver a las
aulas.
Y entonces vino lo esperado e
indeseado: el anuncio oficial de un nuevo ciclo escolar virtual. Llanto, ansiedad,
tristeza, dermatitis, gastritis, pesadillas… ¿Cómo elaborar la pérdida del
espacio escolar en medio de esta incertidumbre que se mueve al compás de la
muerte, que se determina en la contabilidad de los infectados, de los
fallecidos? ¿Cómo encajar el famoso duelo cuando en realidad se está en la
expectativa de que todo lo “malo” termine? ¿Cómo desligar esta espera de la
mortandad, de la enfermedad?
O, atisbando por el lado
opuesto, ¿cómo continuar inventando la normalidad de la escuela en el medio de
este escenario luctuoso y peligroso? ¿Seguiríamos jugando a lo mismo que
jugamos cuando estiramos las ideas y el ánimo para concluir el ciclo escolar? ¿Qué diablos íbamos a hacer y por cuánto
tiempo más? En pocas palabras, ¿cuándo nos permitiría la amenaza de la muerte
retomar la certeza de la vida?
Pues así, con todo el ánimo,
el valor y el deseo de estar ahí para los niños, los maestros nos levantamos un
día, nuevamente, a cargo del timón, prometiendo con nuestra simple presencia,
que ya vendría el tiempo viejo. Nos convertimos en el vestigio de una época que
pretende no dejarse ir, no desvanecerse del presente para convertirse en
historia, en parte de un pasado que ya sabe a ensoñación.
¿Y los niños? ¿Y nuestros
alumnos? Ha pasado casi un año de que los arrebataron de las aulas, las cuales
se quedaron con el decorado de aquellos días de inicios de marzo. Hay escuelas
que aún tienen libros y cuadernos de quienes no pudieron volver a recogerlos.
Entonces, ¿qué ha pasado con ellos? Siguen esperando, lastimosamente, por el
semáforo verde, como si fuera apenas ayer que se quedaron en casa, que se
cerraron las puertas de la colectividad, de las escuelas.
Con esa capacidad de
adaptación tan humana, los niños han ido internalizando las aulas virtuales,
las horas en pantalla; se han acostumbrado a realizar solos y en silencio las
actividades escolares que se hacían entre el ruido del salón, entre las
carcajadas con los amigos, entre interrupciones para pedir o prestar material,
entre los llamados de atención del maestro y las idas al baño que son toda una
aventura en la educación básica. Se han acostumbrado a hacer en soledad, o han
optado simple y llanamente por no hacer.
Y comienzan a construir su
propia colectividad: y se escriben mensajes durante las clases, y se ponen de
acuerdo para jugar en plataformas virtuales al terminar la “escuela”, y juegan
con las cámaras de sus dispositivos para estar, no estar o comunicar ciertas
ideas, y ha surgido un llamado, una petición que sustituye a aquella vieja
solicitud de tiempo libre, y dicen a coro: “¿¿Podemos rayar la pantalla??” Y
solamente necesitan una pantalla blanca compartida para que empiece la fiesta,
las carcajadas, las discusiones (“¡No borren lo que yo hice!” “¡No se valen los
cuadrados!” “¡Yo estaba usando el rojo!”).
No tengo muy claro en este
momento qué pudiera significar esta actividad para los niños. No me atrevo a
decir que está sustituyendo a alguna otra de la escuela presencial. Creo que
esto de la sustitución es una cuestión adulta. Creo que nuestros alumnos
están construyendo su nueva forma de ejercer el rol que les corresponde
en esta escuela virtual. Creo que, dentro de todo, el haber tenido la
posibilidad de vivir esta situación del encierro por un largo tiempo
ininterrumpido, nos está permitiendo realmente trascender las resistencias,
arropar la resignación, y entonces poder asumir como normalidad esta vida de
pantallas y distancia.
Si a esta aceptación de las
nuevas circunstancias de nuestros alumnos, pudiéramos los maestros unirnos
despojándonos de los viejos hábitos y atreviéndonos a vestirnos de otras
costumbres… si pudiéramos dejar de discutir acerca de si los dieces que hubo
que poner en las boletas el trimestre pasado fueron por solidaridad o son una
irresponsabilidad… si pudiéramos entender que vale más una carcajada colectiva
que un trabajo entregado a tiempo… Nuestros alumnos no la están pasando bien… y
no les ayudamos con exigencia.
La existencia de las
calificaciones y de los exámenes y de las tareas, ya viene de por sí
cuestionándose. ¿Por qué insistir en que los niños usen el uniforme y pasen al
cuaderno todo el apunte que se dio en clase? “No se preocupen, niños. Lo subo a
classroom para que lo copien los que no les dio tiempo.” ¿Es este el apoyo que
los chicos realmente necesitan?
Un maravilloso maestro que
tuve en la universidad, el primer día de clases nos dijo: “Todos tienen diez.
¿Oyeron? Todos. Ahora les pido que solamente se queden los que quieren
aprender.” ¿Qué pasa si hacemos esto con los niños ahora? Que nos quedaríamos
solos en la sesión de Zoom o Meet. O quizá con un par de esos chicos que
“sienten feo por el maestro” y algún otro de esos que personifican el sentido
del deber. Pero ninguno se quedaría por EL GUSTO de aprender a sumar fracciones
con diferente denominador empleando el mínimo común múltiplo, o para encontrar
el sujeto en una oración. Es seguro que veríamos la realidad de lo que queremos
entender por acto educativo.
¿Qué función realiza la
escuela en las sociedades? Busquemos la respuesta, analicémosla. Luego tratemos
de entender lo que está pasando con nuestra sociedad en la pandemia. Y
enfoquemos toda la intención hacia la reconstrucción de las aulas en la
virtualidad, en lo presencial, en lo que venga.
Es muy satisfactorio
encontrarse docentes que están apostando por una nueva escuela, que están
logrando disfrutar la virtualidad junto a sus alumnos, que se sostienen en la
confianza en sí mismos y en su experiencia para liderear otro tipo de procesos
y construir otros aprendizajes con esos niños que han aprendido a esperar con
menos tristeza el lunes, día de inicio de la semana-escuela-virtual; maestros
que revisan contenidos, trabajos, enfoques, objetivos, miedos y ansiedades para
reconvertirse, armarse de valor y darle un sentido más profundo a la forma de
hacer escuela.
Comentarios
Publicar un comentario
Bienvenido a Tesauro