La Educación Libre en el Marco Institucional y su aporte a la construcción de la Ciudadanía Digital
La
aparición del internet y su incorporación a la vida cotidiana de las personas
ha generado cambios importantes en lo que acontece todos los días a nivel
mundial, local, familiar e individual. Las vías de comunicación se han
transformado; la voz y la palabra escrita tienen otras formas de ejercerse en
el intercambio de información de cualquier índole. La posibilidad de lo público
está a un clic de distancia. En esta vorágine comunicativa, los seres humanos
mantenemos códigos de convivencia que se han mantenido por siglos y que van
redefiniendo su forma conforme se ajustan ciertos cánones sociales en el devenir
de las culturas. Reconocemos aquello que se mantiene incólume y aquello que se
ha transformado en conceptos como la cultura viva y la muerta, la operante y la
inoperante. Los pensadores de siglos anteriores analizaron, reflexionaron y
trazaron esbozos de lo que la sociedad representaba, manifestaba, imponía, de
lo que la constituía de una cierta manera y no de otra, de lo que el ser humano
aportaba al conjunto sociocultural y de la manera en que se ve determinado
también desde lo macro.
Estamos
poblando el ciberespacio y esto nos coloca frente al análisis, la reflexión y
el esbozo de lo que acontece en este universo que pudiera ser paralelo al
presencial, pero que cada día entreteje sus hilos con la trama de la existencia
en el plano físico. Como parte de este análisis, emerge una inquietud entre los
pensadores de este siglo referida a quién es el humano en la red, en el
ciberespacio, en internet. Qué, cómo, por qué y para qué existimos en este otro
espacio. Y emergen también situaciones características de la vida en sociedad
que van desde los acercamientos constructivos, que intercambian afectos,
esperanza, conciencia, posibilidad transformadora, emoción por el contacto con
el mundo a través de un dispositivo, pero también emergen otro tipo de
encuentros de sensación áspera, que causan daño, que provocan malestar, que
pretenden generar odio, movilizar la inconformidad hacia formas de vandalismo
digital, promoviendo una interacción ruda, violenta, incluso nociva.
Asimismo,
entran en el juego de la interacción socio digital aquellos que reconocen la
posibilidad de obtener ganancias a través de la manipulación, del engaño, del
miedo. Ocupan el ciberespacio de manera oscura, perversa y alevosa. Y al mismo
tiempo, la ingeniería digital desarrolla distintas formas para acortar aún más
la distancia entre el pensamiento y el producto terminado (sea un mensaje
privado, una publicación, una búsqueda de información, un deseo de
entretenimiento) y los algoritmos se han reunido en conjuntos que ahora toman
la forma de una inteligencia paralela, elaborada desde las personas, a la que
se la ha llamado artificial y que ha acelerado aún más el ritmo de la vida
digital, incrementando las posibilidades de esta forma de existir de maneras
que eran insospechadas algunas décadas atrás.
La construcción de una ciudadanía digital
aparece como la posibilidad de habitar de una mejor manera ese ciberespacio, de
hacer un uso responsable del internet, de formar personas que se desenvuelvan
sostenidas en una forma ética de interacción social. Es llevar la batalla de la
educación que ya Rousseau se planteaba en el “Emilio” a la red. Es extrapolar
el análisis de Fromm en su libro “Anatomía de la destructividad humana” a las
sociedades que se construyen en Internet; es aplicar la teoría de la agresión
de Winnicott a la convivencia en el ciberespacio; es insistir en el estudio del
comportamiento humano ahora en este universo tan particular en el que estamos
liberados del cuerpo, con todo lo que ello implica, del compromiso de ser este
que soy y no otro. La liberación del cuerpo es relevante en la asunción de los
actos, y puede ser determinante de nuevas condiciones para la existencia
humana.
La
pregunta es inevitable, ¿cómo construimos una ciudadanía digital que permita
una convivencia ética en las redes? ¿Lo hemos logrado en la vida presencial?
¿Es el ser humano un sujeto ético? ¿Cuál es el camino para la construcción de
esta persona responsable, consciente, empática, participativa, comprometida
consigo misma y con los otros como ente social? ¿Es posible formar seres
humanos para lo digital sin considerar lo presencial u obviando las
dificultades en la interacción social en el plano físico que aún complejizan la
vida en sociedad?
Desde
hace un par de décadas he venido elaborando una propuesta teórico-metodológica
que he llamado la Educación Libre en el Marco Institucional (ELMI) que tiene
como fundamento ofrecer espacios escolares en los que sea posible crecer en
comunidad con todo lo que ello implica. La ética para la vida se desarrolla en
el encuentro con los otros. La escuela como institución es una excelente
oportunidad para formar sujetos que estructuren una forma diferente de
desenvolverse en la sociedad, de considerarse a sí mismos como participantes
activos en el mundo y de considerar al otro desde una perspectiva amable,
amorosa, consciente. Esta propuesta es un proyecto pedagógico sostenido en una
utopía: la posibilidad de construir un mundo donde quepan todos los mundos
(como se dijo alguna vez desde las montañas del sureste mexicano).
En
el desarrollo teórico de la ELMI encontramos principios, fundamentos y
elementos que van trazando el mapa de este proyecto y dejando en claro aquello
qué constituye la utopía, siguiendo a Castoriadis cuando apunta: “La praxis no
puede eliminar la necesidad de elucidar el porvenir que quiere”. En su
vertiente teórica, la ELMI se sostiene en el pragmatismo de William James, en
el entendimiento de la verdad como una adecuación de la realidad vinculada a la
experiencia, la cual es única, personal, intransferible. Desde esta
perspectiva, la docencia se comprende como una práctica que se redefine cada
momento conforme a las circunstancias del contexto en que se ejerce.
Los
tres principios que atraviesan el cuerpo teórico y también el metodológico de
la ELMI se refieren al poder del maestro, la dimensión simbólica de la práctica
docente y el discurso creador, desde los cuales se plantea la desigual relación
que existe en las aulas entre docente y estudiante, determinada desde la
estructura macrosocial que coloca al docente en un sitio de poder desde el cual
se le encomienda controlar, formar y enseñar a sus estudiantes. Desde este
sitio de poder, el docente intermedia, interpreta y simboliza lo que acontece
en su aula, en la interacción social y en los procesos personales y colectivos
de estructuración tanto de la identidad de cada estudiante como de la
integración del grupo o comunidad escolar. Esta es la dimensión simbólica de su
práctica; el docente, desde su rol de poder (que es insoslayable, siguiendo a
Foucault) tiene la posibilidad de modelar un comportamiento ético, responsable
del otro, considerando la filosofía de Levinas, amoroso y amable que permita a
los sujetos que se forman bajo su tutela desarrollar en ellos mismos esta forma
de vivir en colectivo. Para ello, el discurso creador es fundamental, pues los
seres humanos somos creados desde la palabra, desde cómo nos nombran los otros.
Nos vamos articulando desde el discurso del otro y construimos el propio
utilizando las palabras con las que nos han definido en la transcurso de la
vida.
En
cuanto a los fundamentos de la ELMI tenemos a la educación creadora, la
educación inclusiva y la educación moral. La educación creadora es una manera
de posicionarse frente al otro en el acto pedagógico para permitirle emerger
tal cual es, mostrarse tal cual es, decir “Aquí estoy y esto es lo que soy”. En
el proceso de intercambio se confirma lo propio, se construye la afirmación de
la identidad, se consolida la experiencia de ser quien se es. La educación
inclusiva es el corazón de un acto pedagógico que aboga en toda su intención
por el ejercicio de prácticas incluyentes sin plazos límite en las que
verdaderamente quepamos todos. Con todo lo difícil, complejo y pesado que pueda
resultar este posicionamiento sostengo las tres dimensiones de la educación
inclusiva: presencia, participación y aprendizaje con un compromiso profundo y
honesto de abrir el espacio para TODOS. La educación moral se refiere a la
relación axiológica que se establece en el aula, al desarrollo del juicio moral
en la infancia y a la posibilidad del docente de tomar conciencia de su
conceptualización y jerarquización axiológicas. Los seres humanos, como parte
de nuestra condición gregaria, atravesamos durante nuestra existencia por un
sinfín de dilemas éticos. La presencia del otro en nuestras vidas implica que
nuestras acciones tengan efectos en los demás, no siempre intencionados.
Construir comunidad implica la posibilidad de mirarme a mí mismo actuando en el
colectivo e identificando las consecuencias de mis acciones para tomar
decisiones para la vida, porque ésta se construye conforme la caminamos.
Finalmente, los elementos de la ELMI son el diálogo, el consenso, la libertad y la autorregulación. Hablar me permite existir. Al comunicar, me configuro (discurso creador) Y escuchar, le permite al otro encontrar su propio lugar. El consenso es fundamental, es la columna vertebral de la colectividad. Surge de la construcción de uno mismo favorecida desde la educación creadora, se ejerce en el contexto de la educación inclusiva y se sostiene en los elementos del juicio moral que la educación moral desarrolla y ejercita en el devenir colectivo. El consenso se construye primeramente de forma individual; se va edificando conforme aprendemos a poner en el mundo un poco de nosotros, un mucho. En cuanto a la libertad no se refiere al rompimiento con las dependencias ni al abandono del miedo. La libertad está vinculada a la conciencia y a la toma de decisiones: una toma de decisión consciente. Conciencia, valentía y decisión: la fórmula para el ejercicio de la libertad. Y la autorregulación es la consecuencia inevitable de un proceso cotidiano de sensibilización al colectivo, de toma de conciencia de lo que implica mi presencia y mis actos para los otros y de construir la responsabilidad sobre mí mismo y sobre mis acciones como un acto de amor para los otros, de respeto a la comunidad y de apego a una coexistencia verdaderamente armónica que garantiza mi propio derecho a estar bien, a sentirme amado, contenido; saber que pertenezco.
El proyecto pedagógico de la ELMI coloca a la institución educativa como el espacio indispensable en el que pueden desarrollarse las competencias específicas que aportan a la construcción de la ciudadanía digital vinculadas con la ética, con la civilidad. En palabras de Morduchowicz: “La Ciudadanía Digital supone un conjunto de competencias que permite a las personas acceder, comprender, analizar, producir y utilizar el entorno digital, de manera crítica, ética y creativa” (2020, p. 4). La definición y categorización de dichas competencias específicas es variable. La UNESCO ha presentado algunos marcos para el desarrollo de competencias digitales para docentes y estudiantes en los que define estas competencias. Otras instancias han hecho lo propio. Sin embargo, en cada una de estas propuestas es posible identificar aquellas competencias que apuntan al desarrollo, además del conocimiento tecnológico indispensable, de un comportamiento ético en las redes, consciente de sus alcances y de sus implicaciones, crítico para tener la posibilidad de cuestionar lo que encontramos en internet e inclusivo, pues es el ciberespacio un universo multicultural.
El
proyecto pedagógico de la ELMI aporta a la ciudadanía digital en cuanto está
enfocada a construir una identidad sostenida en la idea de comunidad bajo
principios que encausan la conducta hacia la idea de colectividad, es decir,
que se trabaja en el aula a partir de la intermediación dialógica, de la
simbolización, para favorecer una identidad personal positiva que desde esta
percepción y construcción del self se integre con los otros desde una perspectiva ética para que la comunidad
emerja de manera orgánica con y desde el respeto mutuo. De esta manera, se
abona a la construcción de la ciudadanía digital en la medida en que los
estudiantes han de habitar el ciberespacio bajo los mismos principios con que
habitan la presencialidad.
Por otra parte, la ELMI considera la formación de seres humanos creadores, lo que implica la consciencia de la capacidad transformadora de cada persona, de la responsabilidad que tiene con el devenir de su propia existencia y con su facultad creadora que le permite incidir en el devenir social. Esto, desde la ciudadanía digital, se entiende como ciberactivismo.
En conclusión, la formación de una ciudadanía digital implica no únicamente lo relacionado con el ciberespacio, sino también, el trabajo cotidiano en el aula presencial. Es relevante que la institución educativa redefina su sentido en la sociedad actual. La transmisión de conocimientos como principio rector de la educación institucionalizada está quedando fuera del paradigma actual (mismo que no termina de adquirir una forma concreta). La internet obsequia con un universo de conocimientos; la Inteligencia Artificial (IA) puede responder los ejercicios cotidianos del aula fácilmente. Sin embargo, las competencias y herramientas digitales relacionadas con la vida en colectivo no pueden ser imitadas por la IA. Es fundamental que la escuela replantee su propósito social y encuentre el camino para colocar en el centro el desarrollo de esta ciudadanía, entendida desde la ética, para que las personas hagamos un mejor uso de la tecnología y habitemos de la mejor manera cualquier universo que nos sea posible habitar, digital o presencial.
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