Ensayo sobre la docencia. Parte I.






 “(…) el comienzo es la experiencia pura
y, por así decirlo, todavía muda, a la
que ahora hay que llevar a la expresión
pura de su propio sentido.”

E. Husserl
 

LA docencia es una actividad inherente al ser humano. Se refiere a la manera en que intencionalmente nos proponemos enseñar algo a alguien por alguna razón. La profesionalización del ser docente es una forma más sofisticada y compleja de llevar a cabo esa misma actividad, pues desde esta perspectiva, se encuentra institucionalizada y sus objetivos y resultados alcanzan un carácter popular siendo entonces una actividad de interés colectivo.

Las sociedades han venido estructurando diversos sistemas con los que se pretende formalizar el ejercicio de la docencia y enfocar la formalidad en la educación hacia fines determinados por los criterios que prevalecen como lo correcto-incorrecto, permitido-no permitido, éxito-fracaso, normalidad-anormalidad, etc. El docente aparece entonces como una figura pública con una encomienda social. Participa de lo que Foucault llamaría la “microfísica del poder”. Al docente le corresponde “formar a las futuras generaciones” y para ejecutar su papel, su rol social, ha de aprender a dominar el poder que el sitio del educador en el aula conlleva, ha de construirse en este proceso, ha de elaborar su personalidad profesional y ha de ganarse un sitio de respeto entre alumnos, colegas, familias, sociedad en general.

La formación profesional de los docentes continúa siendo un espacio amorfo para el aprendizaje, particularmente, desde que los profesores dejaron de considerarse “guerreros sociales” cuyo propósito era sacar de la ignorancia a los analfabetas del país. Aquellas generaciones de normalistas que se formaban en las comunidades enseñando a la población a leer y a escribir, a sumar y a restar, con un espíritu verdaderamente freiriano, tenían claro el sentido de su labor, el propósito de su actividad profesional y su aportación a la sociedad que los había instruido en las aulas de la Normal durante algunos años.

En la actualidad, la docencia ha perdido el rumbo. Los educadores son parte de un sistema que no siempre tiene claro qué pretende. Sabemos en el mundo que queremos “educar, formar, a las generaciones futuras”, pero no existe certeza alguna respecto a qué es lo que se pretende lograr con esa “educación”, con esa “formación”. La educación como sistema se adhiere al universo de las incertezas en el que habitamos los humanos desde hace aproximadamente tres siglos, cuando las luces de aquellos pensadores franceses nos dejaron al descubierto en un mundo que, al razonarlo, perdió todo sentido y nos abandonamos a la futilidad de la existencia.

Son muchos los autores, pensadores, pedagogos, activistas, investigadores que han aportado desde su perspectiva a la configuración del sentido de la docencia, de la educación en general. Sin embargo, cada uno lo hace desde su propia perspectiva, experiencia y sistema de creencias. Los enfoques son muchos y parten de distintas definiciones sobre el sentido del aprendizaje, el contenido o contenidos del mismo, la definición de la infancia como etapa de vida, los objetivos de la formación en esta etapa, la idea de éxito, la priorización de las necesidades tanto individuales (a nivel micro) como sociales (a nivel macro).

Asimismo, cada persona que llega a un aula con el propósito de enseñar algo a unos alumnos, investido del poder del rol docente, parte de su propia experiencia para comenzar a nadar en las turbulentas aguas de esta profesión. Ningún educador llega como tabula rasa al aula. Un docente fue antes un alumno. Pasó muchos años formando ese ser docente al amparo de todos los maestros que participaron en su educación escolar desde la primera infancia. Todo educador llega al aula con un horizonte docente ya elaborado. Y, por más que en la formación profesional se la haya sugerido una u otra forma de hacer las cosas, es casi un hecho que emergerá en el aula su propia experiencia como alumno, ayudándolo a librar los incidentes cotidianos y a construirse como profesional.

Este horizonte docente, este bagaje de experiencias que aportan a la manera en que cada profesor llevará a cabo su práctica profesional, el ejercicio diario de la docencia, pocas veces es considerando con todas las implicaciones que tiene para la formación de los alumnos, futuros ciudadanos, futuros docentes algunos. Pocas veces (o ninguna) se presta atención al lugar desde el cual un educador está abordando la cotidianidad en el aula. El poder que ejerce un docente en la vida de sus alumnos en inconmensurable. El sitio de poder que le es otorgado por la sociedad implica que una palabra, una mirada, un gesto atraviesen y marquen la existencia y la identidad del alumno.

La interacción del docente con sus estudiantes va mucho más allá del control de grupo, de la impartición de una clase, de la coordinación de una dinámica, de la revisión de la tarea. La interacción del docente con sus alumnos lleva en sí misma un infinito de posibilidades de construcción o destrucción de personalidades que se están formando bajo su tutela. Lo que sí se enseña con prestancia cada ciclo escolar es cómo debe ser y no debe ser el alumno con relación al horizonte del docente, a su propia experiencia de vida (la del docente), a sus frustraciones, deseos, expectativas, necesidades afectivas, de reconocimiento, etc. Más allá de los objetivos de la institución como entidad incluso nacional, más allá de los métodos de enseñanza, de la inclusión educativa, de las evaluaciones internacionales, de las intenciones sociales, políticas, económicas y hasta de las tendencias pedagógicas y de los derechos de la infancia en boga, más allá de todas estas intenciones, tenemos un docente en un aula “tirando línea” desde su propia historia a cada uno de las decenas y decenas y decenas de alumnos que atiende, ha atendido y atenderá durante su vida profesional frente a grupo.

No basta pedirle al docente que sea cuidadoso en su trato con sus alumnos, que no los maltrate emocionalmente, que los acompañe en su desarrollo de la mejor manera, que aprenda métodos nuevos, que lea sobre las tendencias en educación. No basta con abrir espacios para la reflexión sobre la práctica que terminan en una interminable catarsis acerca de las vicisitudes cotidianas en las que los padres de familia, la dirección y hasta los alumnos son los responsables de que las cosas se compliquen. Claro que la docencia implica un mundo interaccional amplio en el que estos factores por supuesto que tienen un incidencia relevante. Y el educador aprender a sobrevivir en medio de todo esto. Lo que aquí se apunta es a la necesidad de abrir espacios en los que sea posible develar este horizonte docente que atraviesa la práctica cotidiana.

En la interacción áulica lo que se construye es un sistema simbólico, es decir, que cada docente desde su ser personal y profesional simboliza todos los gestos que suceden en la interacción social, los suyos y los de los educandos. Los alumnos participan del universo subjetivo de sus maestros, acompañan esta intersubjetivación y en muchos de los casos terminan elaborando su propio sentido de lo que la escuela y el aprendizaje implican a partir de esta simbolización. Y, lo más relevante, terminan configurando una idea de sí mismos a partir de este sistema simbólico a través del cual se leen, se interpretan, pues en la respuesta del otro a mi presencia, a mis acciones, recibo una lectura de mi personalidad en colectivo y la asumo como propia, sin revisar la intencionalidad y sin tener la posibilidad de interpretar al otro para entender que lo que está devolviendo no es con respecto a mí, sino a sí mismo.

No podemos pedirle a un alumno que elabore de esta manera lo que sucede en el aula cuando no se está sintiendo bien. “Tómalo de quien viene” no es la mejor opción en la infancia. Es trascendental que el docente tenga espacios para el análisis y la reflexión sobre su práctica. No son el método, ni el sistema, ni los objetivos institucionales los que en realidad determinan el acontecer en la escuela y los aprendizajes en el aula. Es esta dimensión simbólica la que permea y posibilita u obstruye el desarrollo psíquico de los alumnos, mismo que sí determina sus proclividad a la construcción del aprendizaje.

Es de suma importancia devolver el sentido de la práctica docente a través de la comprensión de la trascendencia que el sitio del educador tiene en la vida de los alumnos, a partir de encontrar lo que se está colocando en la simbolización de las interacciones y en los motivos de ello. Es relevante que el docente pueda explorarse desde lo profesional para facilitar ambientes áulicos en los que los estudiantes estén psíquicamente seguros, como lo comparte Meirieu, para lograr mejores resultados académicos y en la esfera de lo social.

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