Homo ius humanum

 



“Signos de sangre escribieron en el camino
que ellos recorrieron, y su tontería enseñaba
que con sangre se demuestra la verdad.
Mas la sangre es el peor testigo de la verdad;
la sangre envenena incluso la doctrina más pura,
convirtiéndola en ilusión y odio de los corazones.
Y si alguien atraviesa una hoguera
por defender su doctrina, —¡qué demuestra eso!
¡Mayor cosa es, en verdad, que del propio
incendio salga la propia doctrina.”

F. Nietzsche


Los procesos de cambio comienzan desde las oscuridades más profundas. No es del tipo de oscuridad en la que se toca fondo y se pierde la perspectiva. Es el tipo de oscuridad que obliga a reconocer la vulnerabilidad, la necesariedad del sentido que han de tener los pasos siguientes, las posibilidades infinitas que solamente una oscuridad total ofrece para comenzar a reconstruir en un tiempo propio y sin atropellos. La humanidad transita hace tiempo hacia un cambio de paradigma.

             Acompaña al surgimiento de los derechos humanos en Francia en el siglo pasado, el comienzo de la caducidad de un sistema de creencias, actitudes, criterios epistemológicos, que han perdido su funcionalidad en la solución de un sinnúmero de problemas relacionados con la existencia humana, misma que había venido sufriendo cambios relevantes en su devenir socio-evolutivo.

            En este periodo entre paradigmas, en este tiempo correspondiente a lo que, desde el análisis de Enrique Dussel podría considerarse como el segundo momento, el de la destrucción del orden vigente, el momento revolucionario, deconstructor, cuestionador, el ser humano se erige en un desierto de incertezas y se encuentra abandonado a los designios de su propio destino, separado de su Creador, de lo divino y de lo natural también. Solo, en esa soledad que Fromm definió como separatidad, este hombre se descubre vulnerable, frágil, vacío.

            Coincidente con la caducidad del antiguo paradigma, de ese en el que uno o varios dioses llevaban las riendas de la existencia del hombre, surgen los derechos humanos (hablamos del tiempo de la Ilustración). Acompañando al raciocinio que nos despojó de lo divino, se colocan sobre la escena social los derechos humanos como un punto de llegada en la construcción de la dignidad del hombre, misma que, aparentemente, a los dioses nunca les interesó y por ello surgen en el periodo en el que el razonamiento se coloca como la brújula que habrá de determinar el nuevo rumbo, ese de un hombre nuevo liberado de las ataduras eclesiásticas, monásticas, socioculturales que venían condicionando su libertad.

            El tiempo ha transcurrido y estamos cada vez más sumergidos en la etapa transicional. Los cambios son tan intempestivos y la conciencia de los mismos tan clara y tan difundida gracias a las redes, que las experiencias de vida no alcanzan a estar sostenidas en constructos sociales de esos que constituyen lo paradigmático. Lejos de consolidarse en un conglomerado sociocultural, nos hemos disperso, casi como en un trastorno por déficit de atención masivo, y nos hemos agrupado en pequeños universos con cosmovisiones distintas y argumentaciones muy diversas. Y lo único que parece contener un lenguaje común, casi paradigmático, son los derechos humanos, los cuales obtuvimos a cambio de la certeza de existir cobijados por un dios omnipotente.

            La única certeza que tenemos ahora es que los derechos humanos son universales, irrenunciables, imprescriptibles, inalienables, indivisibles, intransmisibles y MÍOS. Y con esta bandera, con esta salvaguarda, con esta verdad en un mundo en el que todo es cuestionable las personas hemos comenzado a maltratarnos unas a otras, olvidando lo fundamental en la construcción de estos derechos: han de ser, en primera instancia, los derechos que reconozco EN LOS OTROS. Y de esta manera aseguro que los otros habrán de reconocerlos en mi persona.

            Y es aquí en donde emerge este que he llamado homo ius humanum; este ser humano en el proceso evolutivo que anda por la soledad de su camino buscando alguna certeza que le permita construir la posibilidad de futuro; que con los derechos humanos enarbolados como bandera es capaz de dañar la honra, las propiedades y el corazón de aquellos que se miran como “enemigos”, “adversarios”, “ofensivos”. Estamos cavando trincheras para escondernos de otros ataques, de aquellos que nos acusan de que violamos sus derechos y, agazapados, esperamos el momento de salir a la ofensiva para hacer valer los nuestros.

            La empatía es un tiempo utópico que ha quedado dibujado en el horizonte. Aún es pronunciable, pero cada día es menos factible percibirla como experiencia de lo cotidiano.

            Aunado a esto, la descompresión de la angustia y el miedo al que el covid nos confinó durante largos meses, ha creado un clima de ansiedad colectiva, de rabia que busca el encuentro con ese otro para desahogarse, que pretende, a través de “ajusticiar” al que ha obrado “mal”, violentando algún derecho (desde la perspectiva particular del “violentado”), liberar el resentimiento por las pérdidas acumuladas en el confinamiento, por el desorden existencial en el que estamos habitando el tiempo presente y por el encuentro con un mundo descompuesto en sus sistemas.

            Necesitamos armarnos de una especie de paciencia colectiva, de confianza en los otros, de sana convivencia para transitar por estos tiempos de reacomodo y lograr avanzar en la construcción del nuevo paradigma antes de destruirnos unos a otros física, legal o afectivamente en nombre de los derechos humanos… homo ius humanum.

Comentarios

  1. en este mundo existimos personas con diferentes ideas, algunas sirven para ayudar al prójimo otras para destruir la integridad, pero los que aparentan que aman solo buscan sus intereses personales y así murirán porque no saben ser empáticos, saludos.

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  2. El amor y la empatía son representantes de una forma de existir más armónica, más plena. Debemos trabajar en su desarrollo desde los primeros años de vida. La sociedad está atascada en el discurso, y su falta de satisfacción en lo cotidiano le impide convertir las palabras en acciones y enfocarse en el bienestar del prójimo como una forma de asegurar el mío propio. No es arrebatando, es dando como podemos emerger de la soledad y la destrucción.

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