La dimensión simbólica del discurso docente: construyendo los procesos de inclusión desde la IAP
La conformación de la identidad, la manera en que nos vemos, nos entendemos y nos consideramos a nosotros mismos, así como los sentimientos que tenemos con respecto a “lo que somos”, surgen en el proceso de la interacción social. Los seres humanos nos “leemos” a través de los demás y vamos construyendo una imagen de nosotros mismos a partir de la mirada, el gesto y el discurso de los otros. Pero no es a través del gesto en sí, de la palabra en sí o de la acción de los otros en sí misma cómo nos “leemos” en esos actos; es a partir de lo que simbolizan en un cierto contexto sociocultural. Es el peso del símbolo el que forma o deforma la identidad de los individuos.
En el ámbito educativo, el discurso
docente adquiere un poder magnánimo e insoslayable en la vida y la conformación
de la identidad de sus alumnos. No podemos negar que el docente se transforma
también a sí mismo en esta interacción, que puede leerse como un buen maestro,
un buen ser humano, con toda la capacidad para desarrollar su labor, como un
profesional de éxito… todo esto en el caso de tener un grupo “amable”,
trabajador, esforzado y que camina con él para alcanzar las metas que se ha
propuesto en su planeación. Por el contrario, esos difíciles ciclos escolares
en los que el docente se hace cargo de un grupo que, por la razón que sea, “no
despega”, no se compromete, no alcanza las metas, entonces el educador adquiere
de sí mismo una idea completamente diferente, llegando incluso a cuestionarse
si eligió bien la carrera profesional a la que se dedica.
Sin embargo, en el caso del
estudiantado, esta afectación en la conformación de la identidad, en la lectura
que cada alumno hace de sí mismo, la situación adquiere una trascendencia y una
relevancia mucho mayor. En el caso del docente, podemos decir que son
identidades “pasajeras” que se vinculan estrechamente a la calidad y resultados
de su desempeño diario, pero que pueden modificarse en cuanto las condiciones y
los efectos cambian. En el caso de los estudiantes, la identidad que se
conforma al amparo de la interacción social-grupal mediada, motivada,
construida por el docente puede edificar un símismo
equivocado, doloroso y permanente en la psique del alumno.
De forma similar, en presencia de
los demás somos vulnerables a que sus palabras o gestos traspasen nuestras
barreras psíquicas y rompan el orden expresivo que esperamos que se mantenga
ante nosotros. (Por supuesto, afirmar que somos vulnerables es afirmar también
que tenemos a nuestro alcance los recursos para hacer igualmente vulnerables a
los demás, y ninguno de los dos argumentos pretende negar la posibilidad de que
haya una cierta especialización convencional, sobre todo en función del sexo,
respecto a quién amenaza y quién es amenazado.)
¿Cuántos de nosotros “no sabemos”
dibujar desde pequeños porque un profesor nos lo hizo saber al entregarle algún
trabajo? ¿Cuántos preferimos no expresar lo que pensamos porque en el contexto
escolar, a través del discurso docente, encontramos que nuestras ideas,
pensamientos o soluciones no eran las adecuadas y no estamos ya dispuestos a
vivir la vergüenza de quedar en ridículo? ¿Cuántos de nosotros nos consideramos
“inadecuados” porque en la vida escolar nos formamos a través de la mirada, el
gesto y el discurso de docentes que no nos comprendieron o no pudieron darle un
lugar más digno a nuestra diferencia en el universo de la escuela y los
estudios? ¿Y cuántos, por el contrario, gozamos de una “saludable identidad”
gracias al reforzamiento positivo verbal y actitudinal de los docentes hacia
las cualidades que de por sí tenemos y que nos permitieron fluir de la mejor
manera en el contexto escolar?
Ahora, si tomamos como objeto de
estudio la constitución de la identidad de un niño que, además, no funciona de
manera “normal”, que ya ha sido o será el destinatario de algún diagnóstico o,
quizá, nunca sea diagnosticado formalmente pero que porta innumerables
etiquetas que hacen alusión a sus dificultades en el ámbito escolar, ya sean
académicas, sociales o actitudinales, la cuestión se torna aún más compleja,
trascendental e interesante para su análisis pues, partiendo de los postulados
de autores como Mead, Tajfel, Goffman, Striker encontramos una veta de estudio en
cuanto a la construcción del símismo “discapacitado”,
“problemático”, que surge, que cobra vida, en el contexto escolar a partir de
una interacción que coloca y sostiene la etiqueta.
El enfoque de la Educación Libre
en el marco institucional no está en los procesos de interacción que
colocan a los individuos en el rol de los distintos, de los raros, de los
ingobernables. En el campo de estudio de la interacción social y desde la
trinchera de lo simbólico, es un área explorada ya, pues en la lectura que
hacemos de nosotros mismos a través de la manera en que los otros responden a
nuestros actos, vamos conformando una idea de quienes somos y, además, vamos
creando también una identidad social relacionada con lo que somos en cada grupo
al que pertenecemos, pudiendo ejercer roles muy distintos en cada uno.
El enfoque de la presente propuesta que
estoy construyendo está en la posibilidad de incidir en los procesos de
inclusión a partir de la creación de ambientes en los que la interacción rompa
las etiquetas y transforme de esta manera la autopercepción de un sujeto para
aliviarlo de los inconvenientes de su diferencia, sosteniendo esta idea en la
perspectiva meadiana que apunta a que el sí-mismo apareciendo como “yo” es la
imagen del sí-mismo en la memoria, actuando hacia él mismo y es el propio
sí-mismo actuando hacia otros sí-mismos, en palabras de G.H. Mead. Sin embargo,
esta posibilidad se encuentra absolutamente vinculada al discurso docente. El
primer paso tendría que ser el encuentro del docente con su propio discurso,
con el acto social (gesto, palabra, acción) que encuadra la realidad de su
grupo, realidad en la que cada quien ejerce un rol. El docente ha de tomar
consciencia de su discurso y de los efectos (favorables o desfavorables) que
este provoca en sus alumnos, especialmente, en esos estudiantes “difíciles”.
El docente en la escuela es el líder
de un grupo, es el creador de las condiciones en las que ese grupo funciona,
las reglas explícitas e implícitas de comportamiento son dictadas por el
maestro y, entonces, de su habilidad de manejo de lo grupal para los procesos
de inclusión dependerá la constitución de la identidad de todos los
participantes. Por ello es relevante que, en primer lugar, tenga una
posibilidad metodológica para poder mirarse, leerse a través del grupo, tomar
conciencia de la forma y el contenido de su discurso y de los alcances del
mismo en la conformación del símismo
de sus alumnos. Finalmente, lo que condiciona la conducta de un individuo es el
grupo, es el contexto social. Si comemos con la boca cerrada es porque la
persona sentada frente a nosotros no estaría cómoda si no lo hacemos así.
Lo social moldea la conducta y el
rol que ejercemos, consciente o inconscientemente, voluntaria u obligadamente,
moldea nuestra identidad. Y el mismo rol que ejerce el docente en el grupo le
permite determinar y estructurar las condiciones del grupo, las limitantes al
comportamiento y las características de los roles. En este sentido podemos
decir que el significado se encuentra en lo símbolos, no en los actos. El
docente ha de tomar conciencia del sistema simbólico supraindividual que rige
al grupo escolar del que es responsable. Es llevar lo macro a lo micro, pero
sosteniendo los principios del intercambio meadiano.
La propuesta metodológica que podría
funcionar para que un docente tenga un camino de acceso al conocimiento
consciente de su propia práctica y de su discurso, se sostiene en los
fundamentos de la Investigación-Acción-Participativa (IAP), metodología que ha
acompañado el estudio de estas cuestiones socioeducativas desde hace ya mucho
tiempo. En el ámbito escolar, de hecho, existen ya antecedentes importantes de
la relevancia de la implementación de la IAP (conocida en el medio como
investigación acción educativa) para generar procesos de toma de conciencia con
respecto a la propia práctica y para el desarrollo de las habilidades
investigativas necesarias para que el docente se convierta en el diseñador de
las metodologías más apropiadas para su contexto, y para construir procesos
cíclicos de revisión, rediseño, implementación, evaluación que, además, abonan
a la profesionalización de su práctica, pues el docente deja de ser un mero
ejecutor, reproductor del sistema educativo para convertirse en el eje del
diseño y la puesta en práctica tanto de estrategias como de constructos nuevos
que emergen en su ejercicio profesional.
Es relevante que el docente sea
capaz de mirarse a sí mismo en su práctica para reconocer los aspectos de la
misma y poder modificarlos en favor de verdaderos procesos de inclusión y, de
esta manera, tener claros los objetivos, las estrategias y los recursos. La
novedad de mi propuesta, de la Educación Libre en el marco institucional
radica, repito, en el enfoque: ya no es en el alumnado (¿qué arreglamos en los
niños que no caben?), sino en el docente y en la dimensión simbólica de su
práctica.
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