La dimensión simbólica del discurso docente: construyendo los procesos de inclusión desde la IAP







“Únicamente adoptando los roles
de otros hemos sido capaces
de volver sobre nosotros mismos”
G.H. Mead


La conformación de la identidad, la manera en que nos vemos, nos entendemos y nos consideramos a nosotros mismos, así como los sentimientos que tenemos con respecto a “lo que somos”, surgen en el proceso de la interacción social. Los seres humanos nos “leemos” a través de los demás y vamos construyendo una imagen de nosotros mismos a partir de la mirada, el gesto y el discurso de los otros. Pero no es a través del gesto en sí, de la palabra en sí o de la acción de los otros en sí misma cómo nos “leemos” en esos actos; es a partir de lo que simbolizan en un cierto contexto sociocultural. Es el peso del símbolo el que forma o deforma la identidad de los individuos.

            En el ámbito educativo, el discurso docente adquiere un poder magnánimo e insoslayable en la vida y la conformación de la identidad de sus alumnos. No podemos negar que el docente se transforma también a sí mismo en esta interacción, que puede leerse como un buen maestro, un buen ser humano, con toda la capacidad para desarrollar su labor, como un profesional de éxito… todo esto en el caso de tener un grupo “amable”, trabajador, esforzado y que camina con él para alcanzar las metas que se ha propuesto en su planeación. Por el contrario, esos difíciles ciclos escolares en los que el docente se hace cargo de un grupo que, por la razón que sea, “no despega”, no se compromete, no alcanza las metas, entonces el educador adquiere de sí mismo una idea completamente diferente, llegando incluso a cuestionarse si eligió bien la carrera profesional a la que se dedica.

            Sin embargo, en el caso del estudiantado, esta afectación en la conformación de la identidad, en la lectura que cada alumno hace de sí mismo, la situación adquiere una trascendencia y una relevancia mucho mayor. En el caso del docente, podemos decir que son identidades “pasajeras” que se vinculan estrechamente a la calidad y resultados de su desempeño diario, pero que pueden modificarse en cuanto las condiciones y los efectos cambian. En el caso de los estudiantes, la identidad que se conforma al amparo de la interacción social-grupal mediada, motivada, construida por el docente puede edificar un símismo equivocado, doloroso y permanente en la psique del alumno.

            De forma similar, en presencia de los demás somos vulnerables a que sus palabras o gestos traspasen nuestras barreras psíquicas y rompan el orden expresivo que esperamos que se mantenga ante nosotros. (Por supuesto, afirmar que somos vulnerables es afirmar también que tenemos a nuestro alcance los recursos para hacer igualmente vulnerables a los demás, y ninguno de los dos argumentos pretende negar la posibilidad de que haya una cierta especialización convencional, sobre todo en función del sexo, respecto a quién amenaza y quién es amenazado.)

            ¿Cuántos de nosotros “no sabemos” dibujar desde pequeños porque un profesor nos lo hizo saber al entregarle algún trabajo? ¿Cuántos preferimos no expresar lo que pensamos porque en el contexto escolar, a través del discurso docente, encontramos que nuestras ideas, pensamientos o soluciones no eran las adecuadas y no estamos ya dispuestos a vivir la vergüenza de quedar en ridículo? ¿Cuántos de nosotros nos consideramos “inadecuados” porque en la vida escolar nos formamos a través de la mirada, el gesto y el discurso de docentes que no nos comprendieron o no pudieron darle un lugar más digno a nuestra diferencia en el universo de la escuela y los estudios? ¿Y cuántos, por el contrario, gozamos de una “saludable identidad” gracias al reforzamiento positivo verbal y actitudinal de los docentes hacia las cualidades que de por sí tenemos y que nos permitieron fluir de la mejor manera en el contexto escolar?

            Ahora, si tomamos como objeto de estudio la constitución de la identidad de un niño que, además, no funciona de manera “normal”, que ya ha sido o será el destinatario de algún diagnóstico o, quizá, nunca sea diagnosticado formalmente pero que porta innumerables etiquetas que hacen alusión a sus dificultades en el ámbito escolar, ya sean académicas, sociales o actitudinales, la cuestión se torna aún más compleja, trascendental e interesante para su análisis pues, partiendo de los postulados de autores como Mead, Tajfel, Goffman, Striker encontramos una veta de estudio en cuanto a la construcción del símismo “discapacitado”, “problemático”, que surge, que cobra vida, en el contexto escolar a partir de una interacción que coloca y sostiene la etiqueta.

            El enfoque de la Educación Libre en el marco institucional no está en los procesos de interacción que colocan a los individuos en el rol de los distintos, de los raros, de los ingobernables. En el campo de estudio de la interacción social y desde la trinchera de lo simbólico, es un área explorada ya, pues en la lectura que hacemos de nosotros mismos a través de la manera en que los otros responden a nuestros actos, vamos conformando una idea de quienes somos y, además, vamos creando también una identidad social relacionada con lo que somos en cada grupo al que pertenecemos, pudiendo ejercer roles muy distintos en cada uno.

            El enfoque de la presente propuesta que estoy construyendo está en la posibilidad de incidir en los procesos de inclusión a partir de la creación de ambientes en los que la interacción rompa las etiquetas y transforme de esta manera la autopercepción de un sujeto para aliviarlo de los inconvenientes de su diferencia, sosteniendo esta idea en la perspectiva meadiana que apunta a que el sí-mismo apareciendo como “yo” es la imagen del sí-mismo en la memoria, actuando hacia él mismo y es el propio sí-mismo actuando hacia otros sí-mismos, en palabras de G.H. Mead. Sin embargo, esta posibilidad se encuentra absolutamente vinculada al discurso docente. El primer paso tendría que ser el encuentro del docente con su propio discurso, con el acto social (gesto, palabra, acción) que encuadra la realidad de su grupo, realidad en la que cada quien ejerce un rol. El docente ha de tomar consciencia de su discurso y de los efectos (favorables o desfavorables) que este provoca en sus alumnos, especialmente, en esos estudiantes “difíciles”.

            El docente en la escuela es el líder de un grupo, es el creador de las condiciones en las que ese grupo funciona, las reglas explícitas e implícitas de comportamiento son dictadas por el maestro y, entonces, de su habilidad de manejo de lo grupal para los procesos de inclusión dependerá la constitución de la identidad de todos los participantes. Por ello es relevante que, en primer lugar, tenga una posibilidad metodológica para poder mirarse, leerse a través del grupo, tomar conciencia de la forma y el contenido de su discurso y de los alcances del mismo en la conformación del símismo de sus alumnos. Finalmente, lo que condiciona la conducta de un individuo es el grupo, es el contexto social. Si comemos con la boca cerrada es porque la persona sentada frente a nosotros no estaría cómoda si no lo hacemos así.

            Lo social moldea la conducta y el rol que ejercemos, consciente o inconscientemente, voluntaria u obligadamente, moldea nuestra identidad. Y el mismo rol que ejerce el docente en el grupo le permite determinar y estructurar las condiciones del grupo, las limitantes al comportamiento y las características de los roles. En este sentido podemos decir que el significado se encuentra en lo símbolos, no en los actos. El docente ha de tomar conciencia del sistema simbólico supraindividual que rige al grupo escolar del que es responsable. Es llevar lo macro a lo micro, pero sosteniendo los principios del intercambio meadiano.

            La propuesta metodológica que podría funcionar para que un docente tenga un camino de acceso al conocimiento consciente de su propia práctica y de su discurso, se sostiene en los fundamentos de la Investigación-Acción-Participativa (IAP), metodología que ha acompañado el estudio de estas cuestiones socioeducativas desde hace ya mucho tiempo. En el ámbito escolar, de hecho, existen ya antecedentes importantes de la relevancia de la implementación de la IAP (conocida en el medio como investigación acción educativa) para generar procesos de toma de conciencia con respecto a la propia práctica y para el desarrollo de las habilidades investigativas necesarias para que el docente se convierta en el diseñador de las metodologías más apropiadas para su contexto, y para construir procesos cíclicos de revisión, rediseño, implementación, evaluación que, además, abonan a la profesionalización de su práctica, pues el docente deja de ser un mero ejecutor, reproductor del sistema educativo para convertirse en el eje del diseño y la puesta en práctica tanto de estrategias como de constructos nuevos que emergen en su ejercicio profesional.

            Es relevante que el docente sea capaz de mirarse a sí mismo en su práctica para reconocer los aspectos de la misma y poder modificarlos en favor de verdaderos procesos de inclusión y, de esta manera, tener claros los objetivos, las estrategias y los recursos. La novedad de mi propuesta, de la Educación Libre en el marco institucional radica, repito, en el enfoque: ya no es en el alumnado (¿qué arreglamos en los niños que no caben?), sino en el docente y en la dimensión simbólica de su práctica.

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