El deseo: la antesala de una nueva reflexión






“Cuando las penas se transforman en ideas,
pierden algo de su poder para herir nuestro corazón”
M. Proust

 

            La teoría freudiana es uno de los constructos más complejos que se ha desarrollado en el devenir de la historia humana; esa historia que se ha construido a partir de analizar la propia existencia, de buscar un sentido a las acciones y reacciones humanas, de tratar de hacernos asequibles para nosotros mismos. En este largo recorrido de la humanidad cuya meta es el autoconocimiento, Freud significa un parteaguas, uno de esos momentos cumbre en el que ya nada es igual después de su acontecer. Esto es así puesto que Freud consigue hacer consciente nuestro existir desde lo inconsciente, desnuda al Yo exhibiendo sus mecanismos para sobrevivir a la locura que implicamos para nosotros mismos como seres pensantes, deseantes, sensibles e impulsivos, insertos en una realidad social que nos influye y nos determina. Y una vez que ha sido visto lo expuesto en el psicoanálisis, ya no hay regreso al universo de la ignorancia. Quizá debido a ello, en la comunicación cotidiana, solemos emplear sus conceptos, tal vez no muy certeramente, pero los usamos para justificar nuestros actos, nuestras decisiones, nuestra existencia.

            En este texto abordaré someramente dos de estas ideas freudianas: el inconsciente y el Yo, procurando encontrar el camino hacia el entendimiento de sus orígenes y función en la vida psíquica de las personas.

            Comenzaré abordando lo relacionado con el inconsciente por una sencilla razón: en el proceso de Freud de elaboración de su teoría aparece como primera propuesta la que se conoce como “primera tópica” y que se refiere al trazo que hace de la psique humana como un espacio integrado por tres sistemas: consciente, preconsciente e inconsciente. Son considerados sistemas porque en ellos actúan fuerzas y mecanismos con funciones muy particulares que caracterizan y dan sentido al comportamiento de las personas. El término “inconsciente” no es aportación de Freud; este es un término utilizado desde siglos atrás para determinar lo que no era propiedad de la consciencia, es decir, lo no-consciente. La aportación relevante de Freud es que él no lo propone como lo opuesto a la conciencia o como lo no-consciente. Para Freud, el inconsciente es un sistema que se gobierna con leyes distintas a las del consciente; no son sistemas contrarios, sino diferentes.

            El inconsciente es esa parte “pura” de nosotros mismos; somos nosotros al natural, sin retoques, sin condicionamientos, sin deformaciones, sin ocultos. Es el primer espacio psíquico en el que existimos. En el inconsciente no existe la cronología, todo puede acontecer en el momento en que le es dado hacerlo, todo lo que somos coexiste al unísono; no hay tampoco contradicciones, es un espacio que no está regido por las leyes de la lógica, como en los sueños. Hay una igualdad de valores para la realidad externa y la interna, predominando la segunda. Se rige por el principio del placer y, como en la vida onírica, se expresa a través de símbolos. El ser humano nace habitando el espacio inconsciente de su topografía psíquica, siendo pulsión, sensación, angustia. Este espacio se va configurando con las huellas mnémicas de las percepciones que constituyen a la conciencia. Así como los ojos se abren por primera vez para encontrar la luz fuera del vientre materno, así la conciencia se nutre de percepciones, recibe el impacto del mundo y se constituye a partir del reconocimiento que hace el sujeto de sí mismo desde lo que le es permitido conocer.

            En la teoría freudiana, la actividad del aparato psíquico se mantiene en un continuum cuyos extremos son: la percepción y lo motor, regidos por dos principios: el de inercia (el aumento de la tensión y/o de la excitación genera un displacer y requiere descargar el exceso) y el de constancia (existe siempre un potencial de energía). En la estructuración del psiquismo, el aparato tiende a ir del extremo perceptual al motor para la descarga de los excesos sin obstáculos y por el camino corto. Sin embargo, se conforma un tercer sistema: el preconsciente, que se convierte en el regulador de este tránsito de la energía que se descarga. A partir de las huellas mnémicas que la experiencia va dejando, el preconsciente construye criterios para permitir el paso de la energía como descarga en la conciencia. En algunos casos, se mantiene en el inconsciente lo que se ha convertido en displacer, inaccesible a la conciencia. En otros casos, permite la salida de la tensión hacia la descarga, pero le impone condiciones y trasforma el contenido, expresándose, por ejemplo, en el simbolismo de los sueños (material latente-material manifiesto) o emergiendo como síntoma.

            De esta manera, el preconsciente mantiene control sobre lo que se descarga desde el extremo perceptual hacia la conciencia y de lo que se mantendrá en el inconsciente. Al inconsciente no tenemos acceso directo; lo conocemos a través de los actos simbolizados (los actos fallidos, los lapsus, los sueños). Aprender a decodificarlo requiere de técnica y de práctica.

            Pero ¿cómo sucede esta labor de censura? Es aquí donde entra la segunda tópica freudiana: la de las instancias psíquicas responsables de la estructuración de la psique desde el psicoanálisis. Estas instancias son tres: el ello, el superyó y el yo. Es interesante compartir que, en el proceso de elaboración de su teoría, Freud construye primero la idea del ello vinculada totalmente al inconsciente. Es esa parte nuestra que nos impulsa sin filtros hacia acciones, reacciones, pensamientos, sentimientos y caminos que son regulados desde lo cultural-social y que, si siguiéramos sin más, nos llevarían a conflictos continuos con la realidad externa.

            Luego entonces, Freud propone al superyó, esa instancia que se construye en la psique humana a partir de estos preceptos culturales, inculcados a través de los padres, y que se convierten en nuestro juez interior; fruto también del complejo de Edipo, etapa del desarrollo psicosexual en la que el infante es atravesado por la ley del padre, la cual impone una prohibición a partir de la separación del infante de su madre, interviniendo para recolocar a cada uno en el sitio en el que ha de regirse en la vida social desde su biología. La pérdida del objeto materno se traduce en deseo, y la inervación del padre mediante la prohibición se traduce en ese superyó controlador-observador-juzgador de la conducta, de los pensamientos y de los sentimientos, poseedor de la capacidad para generar culpa, vergüenza y contención, pero dador de la posibilidad de existir en lo sociocultural.

            Decía que es curioso compartir este proceso de elaboración pues es posterior a la determinación de las instancias mencionadas cuando Freud propone a una tercera que viene a intermediar la relación entre las otras dos (el ello y el superyó). Esta tercer instancia es el yo. El yo juega un papel fundamental en la conformación de la estructura psíquica, pues es por un lado el intermediador entre las pulsiones del ello, las exigencias del superyó y las condiciones de la realidad, pero es también el que posibilita la compaginación entre la realidad externa y la interna, la cordura, la congruencia, la coherencia. Los defectos en la conformación estructural de la psique humana tienen que ver con fallos importantes en la construcción del yo.

            ¿Cómo se origina el yo? Esto es aún más interesante en la teoría freudiana, pues el yo se conforma en el individuo a partir de la pérdida, de la falta, de las fallas. Sostenido inicialmente desde una madre-ambiente suficientemente buena, el recién nacido logra trascender, acomodar, la primera experiencia de pérdida y de displacer: el nacimiento. Refugiado en los brazos de su madre, nutrido por su pecho, el bebé recupera la estabilidad orgánica extraviada; sin embargo, esa madre prontamente se convierte en objeto de amor-odio, de placer-displacer, de postergación, de frustración. Estos conflictos instauran en el infante el principio de realidad, lo invisten de la posibilidad de la existencia. Es, primeramente, a partir de lo corporal, que la madre va dándole un lugar en el ambiente vital al hijo, a través de nombrarlo lo coloca en el universo de lo posible. Y surge entonces esta tercera instancia psíquica, el yo, que habrá de ir ocupándose de esta intermediación entre lo que existe realmente, lo que percibe el sistema, lo que se almacena, lo que se negocia en el preconsciente, lo que se oculta, lo que se mantiene a nivel consciente.

            Entonces, el surgimiento del yo sucede cuando el aparto psíquico ya está conformado, pero permite la constitución del ser humano como sujeto de cultura. La primera distinción que hace el sujeto es la del yo-no yo, y sucede en la etapa primera de la existencia, esa en que la madre es el objeto amor-odio. De esta distinción, el sujeto es capaz de internalizar los objetos primarios y de encontrarse como individuo, como un ser independiente de la madre, pero ligado a ella aún por el deseo. Y es entonces cuando el padre rompe esta atadura y construye al sujeto en su totalidad. Emerge el superyó y la integración de éste favorece la consolidación del yo. Entre sus variadas funciones encontramos que el yo, además de intermediador entre el ello y el superyó, entre el placer y la realidad, ha de tener en cuenta el mundo exterior y obtener satisfacciones de él, influirlo y transformarlo y, especialmente, ha de ocuparse de manipular los mecanismos de defensa necesarios para que se cumplan estas circunstancias.

            El yo emplea una buena cantidad de mecanismos (el desplazamiento, la condensación, la sublimación, la proyección, etc.) para mantener en su lugar cada uno de los componentes del inconsciente y del consciente, sin embargo, un mecanismo es el principal en este proceso regulador: la represión, misma que Freud identificaba como la constructora del contenido del inconsciente, pues lo reprimido es el componente central del inconsciente. La censura recordemos que se encuentra situada en la frontera entre consciente y preconsciente, ahí donde este último decide lo que ha de pasar al extremo motor y lo que ha de volverse a su sitio o ha de irse directamente al extremo perceptual (como en el caso de los sueños). A través de un proceso defensivo del yo, lo reprimido se somatiza.

            La represión es un mecanismo psíquico que excluye de la conciencia cuestiones inaceptables para el sujeto; esa energía excluida desencadena un conflicto pues pugna por expresarse. Retomando el principio de inercia, cuando hay un aumento de la excitación o de la tensión se genera displacer. Este aumento está relacionado con un excedente sexual en la infancia. Es entonces cuando la represión establece una fijación en la etapa del desarrollo psicosexual en la que se encuentra el sujeto y liga la representación con la pulsión debido a tres factores relevantes: la indefensión del yo prematuro (componente biológico), la perturbación que produce la sexualidad en la infancia (componente filogenético) y las prohibiciones morales (componente psicológico). Cuando hay un retorno de lo reprimido se genera el síntoma. El yo y la represión se construyen en paralelo. La resistencia que se encuentra en el trabajo analítico es un gran gasto de energía que realiza la psique para asegurar la acción defensiva de la represión.

            Tenemos tres detonantes del mecanismo represivo: la sexualidad, la conciencia moral y la angustia. En el ello habitan procesos que dan al yo motivos de angustia, sedimentaciones antiquísimas de vivencias traumáticas que, en situaciones parecidas, despiertan símbolos mnémicos y son entonces reprimidos por el yo. Este mecanismo de represión es un constituyente importante del psiquismo humano. Nos permite regular las acciones e insertarnos en una realidad social sin alterarla con comportamientos pulsionales no inhibidos. Sin embargo, una exceso de represión puede constituir una neurosis, y su falta puede derivar en una psicosis.

            Concluyendo, quiero puntualizar la relevancia de los afectos negativos en la conformación de la estructura psíquica. Es interesante reconocer cómo solemos considerar a las pérdidas, las faltas y las fallas como elementos desafortunados y negativos en la vida de las personas (especialmente las formas de crianza actuales que propugnan por una educación “sin traumas”, sin frustraciones, sin pérdidas) y en el estudio de la estructuración psíquica encontramos que son estos elementos los que en realidad nos constituyen y nos van conformando una posibilidad de existir en, desde y para los demás, esos otros que son esenciales en la vida gregaria de los humanos. Desde Lacan tenemos que la estructuración del sujeto implica la pérdida del goce (que despierta el deseo tan relevante en la vida del hombre), la pérdida del objeto (sustancial para motivar la búsqueda de nuevos objetos) y la pérdida del acceso a lo real (que nos da entrada a lo simbólico).

            En cuanto al inconsciente solamente diré que aquello a lo que más tememos de nosotros, es lo que realmente somos. Y la libertad se alcanza en la medida en que nos hacemos asequibles a nosotros mismos y nos logramos mirar de frente y consolidamos el suficiente respeto por todo lo que nos antecede y que sin duda nos constituye.

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