Generadores de ansiedad y supuesto TDAH

 


“De este modo, el muchacho experimenta
que hay otra persona que puede ganar
además de él. No está condenado a ganar solo
porque ganar siempre, ganar solo, es en realidad
una manera de perder, ya que hace sencillamente
imposible el propio juego del deseo. No se puede
jugar realmente a ningún juego si uno sabe
de antemano que ganará siempre.
 
(…) Si el cometido de un padre es el de excluir
de sus hijos el encuentro con el obstáculo, con lo
inasimilable, con la injusticia, si su preocupación
se concentra en cómo allanarles el camino
de toda protuberancia para evitar el encuentro
con lo real, ese adulto acabará por criar
a un hijo-Narciso que permanecerá encarcelado
en una visión meramente especular del mundo.”
M. Recalcati

 

En otro momento he abordado ya cuestiones relacionadas con la sobrediagnosticación. Recientemente tuve acceso a un muy interesante texto que analiza esta situación catalogándola como iatrogenia; lo que me pareció sumamente valiente y certero. Sin embargo, el asunto que más atrae mi atención es el relacionado con la etiología de la conducta que termina llevando a un niño por un diagnóstico, es decir, qué es lo que hay detrás del comportamiento que está causando el conflicto escolar o familiar. Finalmente, se consigue el diagnóstico y con ello el tratamiento (a muchos niños se les medica en la actualidad) y se renuevan las esperanzas en la cura mágica, en la rehabilitación de los síntomas que han desestabilizado la vida de la familia. ¿Y qué sucede con el tiempo? Que la familia y el propio niño descubre que, lo que más dolía, sigue ahí.

            En cuanto al origen o la causa de muchos de los trastornos actuales, desde el TDAH pasando por la dislexia, el TEA y otros como el trastorno oposicionista desafiante, encontramos una diversidad amplia de propuestas explicativas, desde las neurológicas hasta las psicológicas. El asunto está en que aún no se logra establecer un sólo detonante de estas complicaciones actitudinales. Un alto porcentaje de niños con supuesto TDAH reciben medicación y logran estar más atentos, pero siguen lastimando sus vínculos al no ser capaces (o quizá no desean serlo) de contener sus impulsos agresivos.

            Cuando se aborda el asunto con los padres, en la mayoría de los casos encontramos familias angustiadas por la cuestión de la imposición o manejo de la autoridad en casa. Son padres que se han apegado a esta corriente de la tolerancia, de la amorosa paciencia, de la verbalización de lo que no está bien antes de la contención física, de la disciplina con amor antes que la autoridad, etc. Son familias en las que los hijos reciben sermones por todo lo que hacen y lo que no hacen; largas explicaciones que incluyen datos autobiográficos de los padres que se ofrecen como una manera de evitar lo inevitable: que los hijos vivan su propia vida, se equivoquen, les duela, se frustren, etc.

            En estos hogares suele suceder que la capitanía, el liderazgo, el control del timón está cedido a los hijos. Y se les consulta su opinión acerca de absolutamente todo: si están de acuerdo en comer x o z, si tienen ganas de ir al cine o de visitar a la abuela, si quieren o no desayunar, si están de acuerdo en que así tienen que ser las cosas, si desean ir en el auto o caminando, si quieren ir a la escuela por la mañana y un largo, larguísimo etcétera. En la mayoría de estas familias, los padres ni siquiera se han percatado de esta situación. Tomar conciencia de que se le ha cedido el mando a los hijos es reconocer que nos somos capaces ni queremos serlo de responsabilizarnos por las secuelas en sus psiques y vidas de nuestra forma de educarlos, de las decisiones que deberíamos tomar y de las posiciones que asumimos frente a ellos.

            Entonces, inconscientemente quiero suponer, desde el momento en que el hijo es capaz de establecer un intercambio verbal con sus padres, se le cede la capitanía de su propia educación. Y si se le ponen límites se le pide una disculpa por adelantado o posteriormente.

            Estos niños no tienen un padre o madre que implique una referencia para existir, que los controle, los gobierne y les ponga límites. Que tome decisiones tan importantes en el diario vivir como lo que se va a comer o los lugares a los que se va a asistir. Que lo obligue a ir a la escuela sin mayor opción. Estos niños no tienen capitán y, peor aún, deben asumir la angustia que a sus padres les genera la toma de decisión, el miedo a “traumarlos”, la incertidumbre de la no certeza en cada acto que la paternidad-maternidad exige. Por ello, desde la primera vez que el hijo manifiesta la posibilidad de acceder o negarse a algo, los padres se liberan de esa angustia que produce un bebé que no habla y al que no sabemos si le hacemos bien o mal con nuestras acciones.

            Estos niños asumen los riesgos de la toma de decisión que corresponde a los padres, y cualquier persona, de la edad que sea, es capaz de sentir la ansiedad que despierta traer sobre los hombros una responsabilidad tan grande como la propia vida. Y entonces tenemos niños cargados de un exceso de ansiedad sin posibilidad de descanso y que, además, ya no tienen tampoco un dios al cual dejarle el trabajo. Van por la vida sosteniendo emocionalmente a sus endebles o cobardes padres. Y llegan a la escuela y la ansiedad no les permite estarse en paz, concentrarse, aprender, controlar sus impulsos. Se enfadan cuando el docente les marca un límite, pues son ellos lo que suelen hacerlo (por supuesto que no tienen la más mínima idea de dónde está límite, pues nadie les ha enseñado a reconocerlo). No toleran el trabajo en equipo porque no quieren ni pueden escuchar al otro. Se imponen de la manera que sea: empujando, insistiendo, amenazando, subiendo el volumen de la voz para hacerse escuchar cuando otro está hablando.

            Y más tarde que temprano, sus temerosos padres, incapaces de retomar su rol, de exigir la devolución del mandato educativo de sus propios hijos, acuden al especialista. Y en la mayoría de los casos se bautiza como TDAH una conducta o una serie de comportamientos que no son responsabilidad del niño, que son la consecuencia de no tener autoridad, límites reales, capitán en casa. Se les medica, por supuesto, y la sorpresa es que las cosas no cambian. Estos niños lo que requieren no son medicamentos, son padres valientes que sepan ejercer su autoridad, que no tengan más temor a traumarlos que deseos de educarlos, que no les permitan excederse, que no digan “Te lo dije” sino que eviten que los niños se atasquen en el discurso amoroso pero cobarde de una relación parental que no está funcionando porque está escapando a su responsabilidad.

            La paternidad, la maternidad, son actos de fe. Jamás podremos hacerlo todo bien, jamás lograremos que el mundo sea un lugar seguro y nuestros hijos vivan felices en él por siempre y para siempre. Jamás evitaremos que cumplan trece años y nos griten en la cara lo mucho que nos odian porque les hicimos la vida miserable. Jamás evitaremos pasar por el desamor que un hijo necesita manifestar en casa antes de construirse a sí mismo en la adolescencia. Jamás conseguiremos que no se equivoque, que no se deprima, que no se evada, que no se esconda. Pero tampoco evitaremos que, así, con toda su historia, con todos nuestros errores, con nuestras imposiciones, se conviertan en hombres y mujeres enteros, únicos, felices a su manera y pertenecientes a la familia que nosotros construimos. Y por supuesto que habrá amor en el camino. Pero no debemos asustarnos y dejarles las riendas para evitar lo inevitable.

            El mundo, las escuelas, los amigos, las parejas, los propios niños (aún más los diagnosticados) lo necesitan.  

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