Generadores de ansiedad y supuesto TDAH
En
otro momento he abordado ya cuestiones relacionadas con la
sobrediagnosticación. Recientemente tuve acceso a un muy interesante texto que
analiza esta situación catalogándola como iatrogenia; lo que me pareció
sumamente valiente y certero. Sin embargo, el asunto que más atrae mi atención
es el relacionado con la etiología de la conducta que termina llevando a un
niño por un diagnóstico, es decir, qué es lo que hay detrás del comportamiento
que está causando el conflicto escolar o familiar. Finalmente, se consigue el
diagnóstico y con ello el tratamiento (a muchos niños se les medica en la actualidad)
y se renuevan las esperanzas en la cura mágica, en la rehabilitación de los
síntomas que han desestabilizado la vida de la familia. ¿Y qué sucede con el
tiempo? Que la familia y el propio niño descubre que, lo que más dolía, sigue
ahí.
En cuanto al origen o la causa de muchos de los
trastornos actuales, desde el TDAH pasando por la dislexia, el TEA y otros como
el trastorno oposicionista desafiante, encontramos una diversidad amplia de
propuestas explicativas, desde las neurológicas hasta las psicológicas. El asunto
está en que aún no se logra establecer un sólo detonante de estas
complicaciones actitudinales. Un alto porcentaje de niños con supuesto TDAH
reciben medicación y logran estar más atentos, pero siguen lastimando sus
vínculos al no ser capaces (o quizá no desean serlo) de contener sus impulsos
agresivos.
Cuando se aborda el asunto con los padres, en la mayoría
de los casos encontramos familias angustiadas por la cuestión de la imposición o
manejo de la autoridad en casa. Son padres que se han apegado a esta corriente de
la tolerancia, de la amorosa paciencia, de la verbalización de lo que no está
bien antes de la contención física, de la disciplina con amor antes que la
autoridad, etc. Son familias en las que los hijos reciben sermones por todo lo
que hacen y lo que no hacen; largas explicaciones que incluyen datos
autobiográficos de los padres que se ofrecen como una manera de evitar lo inevitable:
que los hijos vivan su propia vida, se equivoquen, les duela, se frustren, etc.
En estos hogares suele suceder que la capitanía, el
liderazgo, el control del timón está cedido a los hijos. Y se les consulta su
opinión acerca de absolutamente todo: si están de acuerdo en comer x o z, si
tienen ganas de ir al cine o de visitar a la abuela, si quieren o no desayunar,
si están de acuerdo en que así tienen que ser las cosas, si desean ir en el
auto o caminando, si quieren ir a la escuela por la mañana y un largo, larguísimo
etcétera. En la mayoría de estas familias, los padres ni siquiera se han percatado
de esta situación. Tomar conciencia de que se le ha cedido el mando a los hijos
es reconocer que nos somos capaces ni queremos serlo de responsabilizarnos por
las secuelas en sus psiques y vidas de nuestra forma de educarlos, de las
decisiones que deberíamos tomar y de las posiciones que asumimos frente a ellos.
Entonces, inconscientemente quiero suponer, desde el
momento en que el hijo es capaz de establecer un intercambio verbal con sus
padres, se le cede la capitanía de su propia educación. Y si se le ponen
límites se le pide una disculpa por adelantado o posteriormente.
Estos niños no tienen un padre o madre que implique una referencia
para existir, que los controle, los gobierne y les ponga límites. Que tome decisiones
tan importantes en el diario vivir como lo que se va a comer o los lugares a
los que se va a asistir. Que lo obligue a ir a la escuela sin mayor opción.
Estos niños no tienen capitán y, peor aún, deben asumir la angustia que a sus
padres les genera la toma de decisión, el miedo a “traumarlos”, la
incertidumbre de la no certeza en cada acto que la paternidad-maternidad exige.
Por ello, desde la primera vez que el hijo manifiesta la posibilidad de acceder
o negarse a algo, los padres se liberan de esa angustia que produce un bebé que
no habla y al que no sabemos si le hacemos bien o mal con nuestras acciones.
Estos niños asumen los riesgos de la toma de decisión que
corresponde a los padres, y cualquier persona, de la edad que sea, es capaz de sentir
la ansiedad que despierta traer sobre los hombros una responsabilidad tan
grande como la propia vida. Y entonces tenemos niños cargados de un exceso de
ansiedad sin posibilidad de descanso y que, además, ya no tienen tampoco un
dios al cual dejarle el trabajo. Van por la vida sosteniendo emocionalmente a
sus endebles o cobardes padres. Y llegan a la escuela y la ansiedad no les
permite estarse en paz, concentrarse, aprender, controlar sus impulsos. Se enfadan
cuando el docente les marca un límite, pues son ellos lo que suelen hacerlo
(por supuesto que no tienen la más mínima idea de dónde está límite, pues nadie
les ha enseñado a reconocerlo). No toleran el trabajo en equipo porque no
quieren ni pueden escuchar al otro. Se imponen de la manera que sea: empujando,
insistiendo, amenazando, subiendo el volumen de la voz para hacerse escuchar cuando
otro está hablando.
Y más tarde que temprano, sus temerosos padres, incapaces
de retomar su rol, de exigir la devolución del mandato educativo de sus propios
hijos, acuden al especialista. Y en la mayoría de los casos se bautiza como
TDAH una conducta o una serie de comportamientos que no son responsabilidad del
niño, que son la consecuencia de no tener autoridad, límites reales, capitán en
casa. Se les medica, por supuesto, y la sorpresa es que las cosas no cambian.
Estos niños lo que requieren no son medicamentos, son padres valientes que
sepan ejercer su autoridad, que no tengan más temor a traumarlos que deseos de
educarlos, que no les permitan excederse, que no digan “Te lo dije” sino que
eviten que los niños se atasquen en el discurso amoroso pero cobarde de una relación
parental que no está funcionando porque está escapando a su responsabilidad.
La paternidad, la maternidad, son actos de fe. Jamás
podremos hacerlo todo bien, jamás lograremos que el mundo sea un lugar seguro y
nuestros hijos vivan felices en él por siempre y para siempre. Jamás evitaremos
que cumplan trece años y nos griten en la cara lo mucho que nos odian porque
les hicimos la vida miserable. Jamás evitaremos pasar por el desamor que un
hijo necesita manifestar en casa antes de construirse a sí mismo en la adolescencia.
Jamás conseguiremos que no se equivoque, que no se deprima, que no se evada,
que no se esconda. Pero tampoco evitaremos que, así, con toda su historia, con
todos nuestros errores, con nuestras imposiciones, se conviertan en hombres y
mujeres enteros, únicos, felices a su manera y pertenecientes a la familia que
nosotros construimos. Y por supuesto que habrá amor en el camino. Pero no
debemos asustarnos y dejarles las riendas para evitar lo inevitable.
El mundo, las escuelas, los amigos, las parejas, los propios
niños (aún más los diagnosticados) lo necesitan.
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