Entre el sistema, el discurso y la realidad

 


“Al estudiar las cualidades estéticas del hombre,
al consignar que el desarrollo masivo de la 
información visual ha desintegrado la eficacia 
de los hombres cultos, al destruir los viejos 
estereotipos del intelecto, al rechazar definitivamente
la esterilidad de los esquemas ideológicos, 
se hace posible un nuevo y esplendoroso desenvolvimiento humano”
J. Gordillo
 

Cuando estudiamos un fenómeno social, especialmente en contextos institucionales o institucionalizados, lo común es lo imposible de su análisis objetivo, pues se presentan distintas perspectivas desde las cuales es posible estudiarlo. En el caso del fenómeno educativo, este es atravesado por el sistema, por el discurso y por la realidad entendida como la vida cotidiana en las aulas. Ser docente implica, o debería implicar, saber jugar a los malabares con estas tres perspectivas para lograr un posicionamiento propio frente a la labor profesional y un desarrollo de la misma que sea claro en sus propósitos, en sus fundamentos y en sus caminos.

       En cuanto a la perspectiva sistémica nos encontramos anquilosados bajo un mecanismo burocrático que puede resultar muy eficiente para movilizar cuadros enteros a favor o en contra de diversas situaciones o demandas y que es muy bueno para hacer llegar información al último de los componentes de este sistema (el docente) a través de toda una estructura de trabajadores que jamás cuestionan una sola indicación, que se dedican a cumplir con los tiempos imposibles que les marca el nivel jerárquico superior y que los lleva a generar procedimientos que ahorcan los plazos para su cumplimiento en los niveles jerárquicos más bajos, siendo directivos de escuela y docentes los que terminan atrapados en una serie de solicitudes meramente burocráticas envueltas en prácticas que pretenden hacer salir del apuro al nivel superior sin importar la calidad, el contenido y la veracidad de las entregas. Por ejemplo, las escuelas solemos entregar a las supervisiones evidencias de eventos que ocurrirán en el futuro, pero que se solicitan antes para que en la fecha indicada de su realización no se atrase la entrega de dichas evidencias y que llegue en el plazo solicitado al nivel superior más alto.

     ¿Qué es lo que recibe la oficina que solicitó la realización del evento en las escuelas? Recibe una serie de evidencias ficticias que se elaboraron apresuradamente (fotografías, por ejemplo, de otros eventos que se incluyen pretendiendo ser del evento indicado) que, además, terminarán en un archivo al que nadie le importa su existencia. ¿Qué efecto positivo puede tener en el proceso educativo este tipo de prácticas? ¿Cómo es posible que la vida y la eficiencia de las prácticas en el aula esté rodeada de este tipo de acciones? ¿Con qué sentido? Es un desperdicio de dinero en salarios, de árboles en papelería (todo se sigue solicitando en físico y con cuatro copias o cuatro tantos porque una es para la supervisión, otra para el sector, otra para noséquién, etc.), de horas de trabajo que podrían estar dedicadas a la investigación del proceso enseñanza-aprendizaje, al análisis de las repercusiones de la ansiedad o al estudio integral de los resultados de andar realizando evaluaciones diagnóstico, por ejemplo.

       Este último tema es realmente interesante, pues estamos sostenidos en un sistema que no termina de entender que lo último que puede hacer BIEN un niño o un joven al principio del ciclo escolar es demostrar que aprendió algo el ciclo anterior. Los estudiantes vienen llegando de sus vacaciones, de haber podido dar un descanso a esa solicitud de la escuela de memorizar, de contener en la mente ideas y saberes que NO LES INTERESAN, que solamente tienen la misión de conseguirles una buena calificación en los exámenes. Llegan a las aulas inquietos por conocer a sus compañeros o reencontrarse con su grupo, por conocer al o los docentes con los que convivirá un año entero y de los que dependerá su estabilidad emocional. Los alumnos llegan con susto también, con ansiedad, con incertidumbre. Y el cerebro está negado a recordar lo aprendido, ¿por qué? Porque evidentemente NO ESTÁ APRENDIDO, pero no es porque la maestra o el profesor anterior realizaron una mala labor, es porque en la infancia y en la adolescencia los conocimientos implican amplios procesos de vinculación, motivación y repetición para consolidarse. Como maestros lo sabemos, tenemos claro cómo fuimos aprendiendo BIEN los temas que impartimos conforme los volvíamos a dar cada nuevo ciclo escolar.

     Y el sistema envía o solicita los exámenes diagnóstico. Y uno tiene que interrumpir o complicar la bienvenida, el inicio del ciclo, el comienzo de una nueva vida con un examen, con una actividad repudiada por la mayoría de los estudiantes, que les coloca en el horrible lugar de la certeza de presentarse ante el nuevo docente como alguien que no sabe, que no recuerda, que no aprende. ¿Por qué los estudiantes tienen que pasar por esto? Todos los maestros sabemos que el verdadero diagnóstico es cada día cuando damos clase y vamos viendo quién puede y quién no. Y ese poder está influido por el bienestar emocional del alumno que depende de nuestro vínculo con él, de su relación con los compañeros del grupo, de su ambiente familiar, de su personalidad y dificultades o habilidades particulares, etc.

       Sin embargo, como dije antes, el docente se encuentra atrapado en el sistema; sistema ciego, insensible, ignorante de la vida en las aulas. Y el discurso docente se deforma. Comienza a hablar de alumnos que no saben, de colegas que no enseñan, de estrategias para mejorar el aprendizaje de unos alumnos que no pudieron con el examen diagnóstico por una deficiencia. Los índices de reprobación de los exámenes diagnóstico son altísimos. Y somos incapaces de ser coherentes con nuestro pensamiento, ese que nos dice que no es culpa ni del alumno ni de la escuela, que es normal que se repruebe este examen, que no es el momento para aplicarlo y para recoger evidencia. Que como hombres y mujeres profesionales sabemos que primero tendríamos que establecer un vínculo, ganarnos su confianza, conocernos un poco y luego, quizá, plantarnos todos frente a un papel que (aunque lo queramos negar en algunos espacios educativos) mide la capacidad de una persona para existir, no únicamente lo que sabe. Y a nadie nos gusta quedar en evidencia.

      Y la vida en las aulas, la realidad, esta tercera perspectiva, se pierde, se ignora, se tuerce hasta lograr que todo lo que se mueve dentro sea para demostrar, en un siguiente examen, que sí funciona el sistema. Y los daños colaterales se traducen en niños lastimados en su autoestima, estresados en el mejor de los casos, que odian la escuela, las matemáticas, la ciencia, el análisis gramatical, la lectura, la historia, la geografía; salvados por unos cuantos que siempre, donde se les ponga, caminan hacia el éxito y que cosechan dieces sin fijarse si quiera que los siembran. Son los menos. A la mayoría les negamos su derecho a una vida plena, y los convertimos en sujetos grises por dentro, que han sepultado su vitalidad, su deseo de ser y hacer, su capacidad para elegir, entre un montón de recuerdos amargos de “fracasos” escolares.

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