La otra mirada: la relevancia del vínculo en la Educación Libre



 



“Se renuncia a la teoría etiológica pulsional y
en su lugar aparece el vínculo como fundador
del desarrollo psíquico y sus dificultades (…)
lo que se ha configurado como parte de la subjetividad
tiene que ver con patrones interaccionales internalizados (…)
A diferencia de las pulsiones que vienen
desde la biología interna, los patrones interaccionales
se pueden modificar vincularmente:
si una estructura cristalizó por determinados vínculos
se puede transformar por otros vínculos sostenidos y sanadores.”

K. Serra
(acerca del psicoanálisis relacional)

 

En el contexto de la educación libre adquiere una relevancia trascendental la dimensión simbólica de la práctica docente en los procesos de inclusión. He venido reflexionando, en los últimos textos, con respecto a las conductas disruptivas en el ámbito escolar. He planteado alguna hipótesis sobre la etiología de las mismas y analizado la cuestión desde una perspectiva cercana a la psicología de las minorías activas de Moscovici, tratando de encontrar el punto de encuentro entre los lineamientos de la Educación Libre, el abordaje de estos alumnos desde los fundamentos de mi teoría, el derecho a existir desde la diferencia y el asfixiante universo en el que habitamos que exige el respeto sin cuestionamientos a ciertos códigos morales para pertenecer.

Es insoslayable la necesidad de “dominar”, “someter”, “controlar”, “educar”, “civilizar”, “transformar”, “adecuar”, etcétera a estos niños que no logran contener sus impulsos, que parecen disfrutar del daño que pueden causar a otros, que no quieren entender que el daño se lo causan a ellos mismos porque habrán de quedarse solos, porque experimentarán el rechazo de una sociedad que transcribe la diferencia como desviación y que obliga a trasmutar lo “malo” en lo “aceptable”.

Claro que no estoy abogando por permitir que un niño golpee a todos los demás en aras del respeto a su diferencia y a su derecho a existir plenamente conforme a su forma de ser y estar. Por supuesto que esto no tiene ningún sentido. Nadie que vive al margen de lo establecido está satisfecho de su distanciamiento. Somos seres gregarios. Aun Zaratustra un día necesitó reintegrarse (aunque no resultara de la mejor manera su intento). Aun cuando rechazamos lo estipulado por el conjunto de la sociedad, es imprescindible encontrar la manera de transitar entre todos los demás desde uno mismo. No se trata entonces de dejar de ser para pertenecer, sino de hacerse cargo de aquello que no está funcionando para los demás a partir del respeto a los otros que surge del respeto a uno mismo.

Esto, en el contexto de la Educación Libre, se encuentra enmarcado en uno de sus fundamentos: la educación moral. Sin embargo, llevarlo a la práctica es sumamente complejo, aunque no imposible. Participar en la construcción de la identidad, del self, del sí-mismo, de un sujeto con menos de una década de vida, que se empeña en erigirse como el disruptor de la vida colectiva en el aula, requiere de un empeño constante que ha de estar sostenido en uno de los elementos más relevantes de esta propuesta teórica y se refiere a la dimensión simbólica de la práctica docente.

Hemos ya definido en los textos anteriores a las conductas disruptivas como aquellas cuyo propósito es alterar el devenir de la cotidianidad y que solamente en el contexto escolar se convierten en un problema que es relevante erradicar. En ámbitos como el político o el de negocios, lo disruptivo sigue vinculado con la ruptura de lo normal, pero adquiere una connotación positiva, pues suele asociarse a personas con capacidad de análisis, con una visión amplia de la realidad y las circunstancias y con un alto potencial creativo. No puedo establecer en este momento una correlación entre las conductas disruptivas en el aula y la personalidad disruptiva en otros ambientes como los mencionados. Es otra línea de análisis que no abordaré en este texto.

Aquí el asunto fundamental es qué hacer con uno o unos alumnos con estas características, aparentemente ingobernables, agresivos y que no permiten que el docente avance en su propósito: enseñar a sus estudiantes.

Desde la perspectiva de la Educación Libre la alternativa está en la dimensión simbólica de la práctica docente, lo que he llamado: “la otra mirada”. No son los hechos, sino el discurso. El planteamiento no está en lo que hago para controlar al alumno o para transformar su conducta, sino en cómo lo entiendo, cómo lo leo para mí mismo, la posición que tomo en mis propios pensamientos con respecto a ese alumno “difícil” y el discurso que estructuro en consecuencia. En el psicoanálisis relacional se le dice “demonizar” al paciente cuando se asume como un paciente “difícil” y se considera de antemano que, desde esta perspectiva, no habrá mucho que hacer por él. Lo mismo sucede en el aula para el docente y este alumno considerado, desde todas las mejores intenciones, como “difícil”.

La dimensión simbólica de la práctica docente en la Educación Libre se fundamenta, a su vez, en el interaccionismo simbólico, en esta propuesta teórica que se sostiene en la interpretación de los gestos con los que nos comunicamos-relacionamos los sujetos. Es el gesto el que pretende comunicar, pero es la interpretación de ese gesto hecha por el otro y la reacción que este otro tendrá en consecuencia, lo que devolverá al sujeto emisor del gesto una lectura de sí mismo desde el otro. Por ello planteaba Moscovici que uno de los aspectos más temibles de la especie humana es la existencia del otro. La soledad nos mantiene a salvo de la confrontación con nosotros mismos. La vida en colectivo nos orilla a mirarnos desde los otros y, en el mejor o peor de los casos, a asumir compromisos de regulación o represión para pertenecer.

El asunto con las conductas disruptivas es caminar hacia la toma de decisiones menos conflictuadas para el propio sujeto. Y para ello es preponderante mirarlo de otra manera, apostar a la positividad, movernos de la perspectiva del alumno “difícil”, dibujarlo desde todas sus cualidades para dignificar lo que está escondido tras la disrupción y extender una mano segura y firme que lo traiga a la luz. Puedo reprender a quien golpea desde una posición muy distinta cuando, a pesar de mi enojo, me sujeto del afecto, desde un cariñoso acompañamiento.

Y mis palabras, ese discurso docente que permea la vida de los alumnos, que construye el marco social del grupo a través del cual se interpretan las acciones de todos los integrantes, ha de estar cuidadosamente elaborado para que sea un vehículo eficaz en la conformación de un espacio verdaderamente inclusivo que, a partir del reconocimiento de las cualidades, sea capaz de contener, de ayudar al otro en su camino de autorregulación, sin etiquetar y sin convertirlo en el depositario-actuante de la manifestación de las pulsiones colectivas reprimidas.

A veces solamente hace falta saberme comprendido, sentir que, pese a todas mis dificultades, aún tengo un lugar en el mundo, entre esos otros que juzgan, condenan, aíslan a los que no se ajustan a la norma. A veces solamente hace falta lo que Alice Miller llamaba un testigo iniciador para abrir el camino hacia uno mismo.

Sin embargo, no es tarea fácil. NADA EN EL CONTEXTO DE LA EDUCACIÓN INCLUSIVA ES SENCILLO O CÓMODO. Repito aquella frase: “Si no incomoda, no es inclusión”. Cuando tenemos como propósito abrir espacio a la diferencia y aprender a existir en colectivo, tenemos que tener claro que estos procesos y estas formas del ser docente requieren de la renuncia a los métodos y procedimientos conocidos y que ya dominamos para la vida en el aula. Es una renuncia total a sentir que tengo el control. Es saber que las planeaciones son solamente una idea inicial, que todo puede pasar una vez que hemos llegado a la escuela. Que no es válido al cabo del tiempo abandonar el compromiso con la diferencia porque siento que no veo resultados, porque ya quiero un día “normal” en mi salón y no logro que este alumno se “cuadre”, porque seguro estamos haciendo algo mal cuando pasa el tiempo y no se ha “adecuado” a la vida “respetuosa” del colectivo.

La inclusión NO ES UN PUNTO DE LLEGADA, ES UN PROCESO. Los resultados no pueden medirse con valores o parámetros de cambio, de normalización, porque entonces no estamos hablando de inclusión sino de una forma perversa o ignorante de jugar a la educación inclusiva que en realidad pretende normalizar, borrar lo diferente, y lograr una cierta homogeneización en la que, claro está, ciertas excentricidades son permitidas porque no me cuestan tanto trabajo y porque, además, hacen lucir mi labor educativa tan solidaria, empática y pedagógica, pero que no permiten que un niño “imposible” las altere, prácticamente, por todo lo que pueda durar el ciclo escolar.

La otra mirada es el núcleo de la Educación Libre, es el corazón de un acto pedagógico que aboga en toda su intención por el ejercicio de prácticas inclusivas sin plazos límite en las que verdaderamente quepamos todos.

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