Hipótesis sobre la disrupción

 



 

“(…) Éste podía ser un medio de ejercer
la acción colectiva de las minorías que
no tenían otro medio de hacer presión
sobre las mayorías. Todo comienzo es difícil
y un poco caótico, porque hay siempre
varias opciones.
(…) Para regresar a las minorías, éstas son
el emblema de este proceso de improvisación
que está en el fundamento de toda existencia
y de toda práctica, de toda obra humana.
Cuando se estudia el nacimiento de una minoría,
se estudia ese proceso por el cual hacemos
eclosionar el mundo.”
S. Moscovici

 

Durante más de dos décadas cuando menos, hemos venido construyendo una narrativa en la que los padres de familia son los grandes responsables de la forma en que la infancia se inserta en la vida escolar; los problemas en la convivencia áulica se atañen a la falta de límites que observamos en la educación familiar. Niños y adolescentes que “no respetan” a sus padres ni a sus maestros como lo hacían antiguas generaciones. Este planteamiento abre una posibilidad amplísima de temas, aspectos o circunstancias para analizar desde una también amplia variedad de perspectivas, comenzando por revisar la cuestión que planteo en la educación moral que compone a mi propuesta sobre la Educación Libre en el marco institucional y que tiene que ver con la cultura operante y la inoperante en cada generación.

            Pero eludiré mis ganas de discurrir por espacios de análisis distintos al que motiva este texto y me centraré en el tema que me ha llevado a escribir estas letras: las conductas disruptivas. Comencé por la cuestión familiar porque en las últimas décadas se ha visto un incremento en la presencia de alumnos con este tipo de conductas y se le ha adjudicado el motivo a la crianza “más libre” de los padres de las últimas generaciones. No pienso opinar al respecto, pues yo misma pertenezco a uno de estos grupos generacionales de padres (la generación X), que mucho se nos ha cuestionado. Lo que pretendo es abrir otra posible causa o razón de ser del fenómeno del incremento de niños y adolescentes con este tipo de conductas para luego trasladar el análisis al ámbito de la educación inclusiva.

            Lo que quiero compartir es que, más allá de si los padres ponemos o no límites a nuestros hijos, lo que encuentro es una narrativa actual (ya desde hace tiempo) en la que prevalece la cultura de la paz a un punto que, considero, comienza a asfixiar a la infancia. Me explico. Los adultos (casi todos) siempre han velado porque las generaciones nuevas se circunscriban y apeguen a ciertos códigos de conducta que aseguran una convivencia social cordial. Cuando un niño o adolescente no se apega a esta normatividad de la vida en colectivo, se hace merecedor de algún tipo de reprimenda y siempre permanece al acecho de la infancia, la obligación de ser una persona de bien, un buen ciudadano.

            Sin embargo, lo que sucedía antes, hace ya varias décadas, es que los niños y adolescentes teníamos espacio lejos de la mirada y la exigencia adultas para existir con toda la desobediencia posible: nos largábamos a la calle, con los amigos, y éramos capaces de dejar de ser buenas personas, y jugábamos rudo, y éramos “malos” con alguno que otro despistado que terminaba enojado, y nos aventábamos, nos encimábamos, nos correteábamos y jaloneábamos y hablábamos como queríamos sin que apareciera un solo adulto a reprender, a controlar, a evitar que nos lastimáramos, a recordarnos que debíamos ser buenas personas y tratar bien a los demás, o a señalar cuando algo era “bullying” o cuando ya estábamos jugando “muy pesado”.

            Ningún adulto irrumpía en el ejercicio pleno y libre del derecho infantil a no ser el ciudadano ejemplar que espera su familia. Y la mayor parte del tiempo, éramos felices. Y después sabíamos decir: “Con permiso”, “Gracias” y “Por favor” a la abuelita, a los tíos, a las visitas, a los maestros…

            ¿Qué sucede hoy con la infancia? Los niños y adolescentes están supervisados la mayor  (o total)  parte del tiempo de su vida: en la escuela se han prohibido los juegos pesados como “el burro entamalado” para no tener que entregar niños lastimados a unos padres que se irritarían porque nadie supervisa a los alumnos cuando juegan. En las fiestas infantiles es mal visto que un papá no se haga cargo de las travesuras o malos modos de su hijo y parece casi un concurso en donde el ganador es aquel que demuestre que su hijo es el mejor portado, aunque esto implique el distanciamiento del hijo con sus coetáneos. Los niños no juegan en las calles lejos de esta mirada adulta, libres de existir sin condicionamientos sociales, a salvo de la moralidad que debe imperar en sus vidas.

            Por las tardes están también supervisados en casa o en las actividades extra curriculares. Algunos logran escapar un poco a través de la vida virtual y crean avatares que pueden ser libres en los metaversos y portarse como quieran, “portarse mal”. Y aún hay papás que, en su ejemplar ejercicio de la paternidad, se introducen en la vida virtual de sus hijos para inspeccionar y controlar la conducta de su descendencia. Lejos de permitirles ser y acompañarlos en el camino de la construcción de su identidad y que también se sostiene en el ejercicio de la confianza más que en el control, pretendemos tenerlos siempre bajo la lupa para que no nos hagan quedar mal como padres cuando no actúan apegados al código moral impuesto.

            ¿Cuándo pueden carcajearse estos niños porque hicieron una avería? ¿Cuándo pueden resolver con empujones y manotazos el que alguien no está respetando las reglas del juego? ¿Cuándo pueden dejar de ser buenas personas y burlarse de otros y arriesgarse en una actividad física y hacer eso y más sin que nadie los fastidie?

            Escudados en esta narrativa de la buena crianza, de la no violencia, de la cultura de la paz, de los buenos hijos que regulan sus impulsos, que hablan y no pegan, que obedecen sin pelear, que se portan bien que se portan bien que se portan bien… no estamos viendo la asfixiante realidad que promueve que los chicos decidan dejar de ser buenos hijos, buenos alumnos, buenos compañeros, buenos amigos… como cualquier niño decide en su infancia…

            Y entonces hemos llamado conductas disruptivas a todas estas manifestaciones del ser niño. Y estamos dispuestos a erradicarlas en aras de una vida de sana convivencia para todos.

            No pretendo con este texto descubrir ningún hilo negro ni querer mostrar la verdadera razón del aumento de chicos “mal portados” en el espacio escolar. Como ha dicho Moscovici y se menciona en el epígrafe: “Todo comienzo es difícil y un poco caótico, porque hay siempre varias opciones.”

            Lo que me importa es abrir otra línea de análisis. Porque, aunque los padres no pongan límites a sus hijos, nunca he escuchado a ninguno decir: “Pórtate mal en la escuela”, “Saca de quicio hoy a tu maestro”, “Molesta a tus compañeros y si puedes pégale de vez en cuando a alguno que no te haya hecho nada”. La narrativa de los padres siempre va en la línea de las buenas conductas. Pero creo, sospecho, atisbo, que nos hemos ido al extremo y hemos pasado del deseo, la intención y la educación al control, la exigencia y la falta de libertad hacia nuestros hijos. Y la propia condición de la infancia y de la adolescencia no les permite cumplir con nuestras expectativas cuando el espacio para existir plenamente ha sido mutilado de sus vidas.

            Dejaré para el próximo texto la parte donde habré de relacionar esto con la educación inclusiva.

Comentarios

  1. De acuerdo que al haber mutilado ese espacio, las conductas "disruptivas" buscan un hueco por donde salir, el problema es que a veces salen de toda proporción.
    Sin embargo a esa pregunta de ¿qué sucede hoy con la infancia? de pronto encuentro adolescentes, que han crecido no sólo sin supervisión, han crecido sin compañía, la presencia materna, paterna, humana irremplazable intentó ser sustituida por un cúmulo de satisfactores materiales, económicos y por supuesto rodeados de excesiva virtualidad.

    Esos espacios de desobediencia que entiendo como válvulas de escape, efectivamente, se daban en la convivencia con los pares. Y se equilibraban con el "con permiso, gracias y por favor" con los mayores. En este momento faltan esos espacios, no sólo espacios con los pares, espacios con los adultos, hay demasiada virtualidad y muy poca presencialidad.

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  2. Claro, el abandono siempre tiene consecuencias complejas para quien lo vive. Sin embargo, la presencia física no es garantía de nada tampoco, y la virtualidad puede ser una opción de afecto e interés también.
    Creo que lo relevante es identificar las formas de acercamiento, lo que permitimos, lo que no y tratar de encontrar las razones, pero no esas que suenan a mucho sentido común, sino las que nos mueven desde lo más profundo, menos racionales y más determinantes.

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