¿Recuperar el espacio escolar?

 

“Invasiones recurrentes afligieron a la ciudad Teodora
durante los siglos de su historia: por cada enemigo
derrotado otro cobraba fuerzas y amenazaba
la sobrevivencia de los habitantes.
Liberado el cielo de cóndores, hubo que enfrentar
el crecimiento de las serpientes; el exterminio
de las arañas permitió a las moscas negrear y
multiplicarse; la victoria sobre las termitas entregó
la ciudad al poder de la carcoma.
Una por una las especies inconciliables con la ciudad
tuvieron que sucumbir y se extinguieron.
A fuerza de despedazar escamas y caparazones,
de arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora
la exclusiva imagen de ciudad humana
que todavía la distingue.”

I. Calvino

 

El regreso a las aulas es inminente. Todo parece indicar que más temprano que tarde reabriremos las puertas de las escuelas para recibir a nuestros alumnos. Y, ante lo inevitable, se han levantado cada vez más voces, unas a favor y otras en contra. El bombardeo mediático es terrible, atronador y desconcertante. Es una lucha entre el miedo y el hartazgo, la necesidad y la prudencia, la aceptación y la resistencia. Volver a las aulas en el contexto de la nueva normalidad implica asumir a fondo no únicamente el riesgo de contagio, sino la vida en pandemia con todo su peso de realidad ineludible.

Volver a habitar el espacio escolar usando cubrebocas, guardando la sana distancia, con grupos reducidos, sin ese recreo en colectivo lleno de gritos y niños sudando, riendo, comiendo juntos requiere un verdadero proceso mental, emocional, anímico de aceptación de la realidad en que vivimos desde hace año y medio; significa reconocer, ya sin subterfugios, total y absolutamente que la vida ha cambiado, que lo que fue ya no es, que no tenemos la mínima idea de a dónde vamos y que no hay lugar seguro para nadie.

La resistencia a lo presencial se nos aparece desde un miedo profundo, se teje desde un temor ancestral que nos mueve hacia la salvaguarda de la vida. La resistencia y el miedo tienen un lugar importante en la construcción de la nueva colectividad. Nos guardamos hace tiempo por miedo a la muerte (propia o ajena), por estar amenazados y sin posibilidad de defendernos; vulnerables como nunca, nos escondimos de un enemigo invisible a nuestros ojos, tenaz y mortalmente real. El tiempo ha transcurrido y, con nuestra peculiar manera de adaptarnos como especie, hemos redefinido trabajo, familia, entretenimiento y compañía. Todo en nuestras vidas ha sido trastocado y ha terminado por adquirir significados diferentes a los que nos habían acompañado siempre. Hemos aprendido a vivir amenazados, ocultos, asumiendo el riesgo de perder la vida cuando hay que movilizarnos.

Y entonces, en estas circunstancias, “volver a las aulas” también adquirió su propio significado pandémico; se convirtió en sinónimo de la vuelta a la normalidad, de la promesa de un porvenir sin acecho viral, la esperanza de un regreso a ese ayer pre-covid. “Volver a las aulas” se inscribió en un futuro no fechado, colocado allá en lontananza con sabor al tiempo viejo, al tiempo de antes, ese tiempo en el que había más certezas y menos riesgo, en el que la convivencia y los abrazos no implicaban la posibilidad de matarnos unos a otros. “Volver a las aulas” se convirtió en el anuncio que habríamos de escuchar el día en que terminara esta locura, este interminable paréntesis covid.

Pero no ha sido así. La reapertura de las escuelas surge entre los contagios, entre funerales, con un fragmento de población (esos a los que su economía o modo de vida se los permite) aún confinado. Volver a las aulas se propone, impone o promueve sin que la amenaza esté extinta, con el cubrebocas como el símbolo de la conservación de la existencia, con este miedo de acercarnos demasiado, depositando la fe en los súper poderes que deseamos obtener a través de la vacuna. La recuperación del espacio escolar parece un absurdo, un riesgo tonto, una necedad, una mala decisión. Habíamos logrado sentirnos un poco seguros en las nuevas circunstancias; con los ajustes a nuestra rutina y los niños y adolescentes en casa habíamos conseguido olvidar un poco el miedo, ignorarlo, ser menos conscientes de la angustiosa realidad en que habitamos actualmente. Y ahora tenemos que aspirar hondo y profundo y mantener el pecho henchido de algo que no estamos seguros si es valentía o estupidez y enfilarnos hacia las aulas, con el cubrebocas bien puesto y con toda la disposición, en el caso de los docentes, de ejercer un liderazgo digno, estoico e incólume que ayude a los alumnos a insertarse de vuelta a la vida, a esta vida nueva, a esta existencia infectada de covid.

Tenemos miedo porque no hay certezas, no hay certidumbre de nada, no hay métodos ni procedimientos probados que sepamos que garantizan la continuidad de la vida, la protección de la salud. ¿Y si mejor nos esperamos?, preguntan unos. ¿Cómo reconocer la batiseñal en el universo covid que nos indique que ya es el momento? ¿Existirá ese momento? ¿Y los niños, los adolescentes, los jóvenes, esos que no quisieron nunca abrir las cámaras en sus clases virtuales, que no han tenido un espacio propio para existir lejos de la mirada familiar, que perdieron amigos, juegos, secretos, carcajadas, complicidades? “Al menos se contagiarán estando felices de haber convivido unos días”, decía alguien con sarcasmo en una discusión acerca de esta vuelta a las escuelas.

¿Cuál es la mejor opción? Si lo postergamos, ¿cuánto durará este nuevo lapso de espera: semanas, meses, otro año? ¿Se logrará extinguir el virus o cuando menos lograremos controlar los contagios y reducir al mínimo las muertes? ¿Cuándo terminarán las oledas, los repuntes? ¿Qué riesgos estamos dispuestos a correr y cuáles solemos asumir en la nueva realidad? ¿Y podría ser que abrimos las escuelas, volvemos a habitar las aulas, recuperamos el espacio escolar y descubrimos que no es tan malo ni difícil vernos con cubrebocas, poquitos y separados? ¿Qué tal que logramos encontrarnos en la nueva normalidad? ¿Y si resulta que, al sentir la presencia de nuestros alumnos, al verlos, escucharlos, al interactuar con ellos, al bromear, regañar, reír, charlar sentimos que lejos de perder seguridad recuperamos el sentido de nuestra profesión? ¿Qué tal que nos reencontramos con el afecto más profundo de nuestra vocación? ¿Y si resulta que, en nuestro salón, en el patio de la escuela, en la rutina diaria, nos topamos con el rastro del amor que nos movió hacia la docencia?

Estamos sin duda frente a una situación inédita. Es imperativo respetar los miedos, tener una paciencia infinita para escuchar opiniones diferentes a las nuestra, esforzarnos por darle lugar a la osadía o al temor de los otros. Son tiempos raros que requieren mucha tolerancia, mucha comprensión y la elección de objetivos sencillos a corto plazo para ir cubriendo en lo relativo a lo escolar. Estos meses de angustia por la amenaza de morir por un contagio, de perder seres queridos, de estar lejos unos de otros habrá dejado algo positivo dentro de todo si logramos conformar una comunidad que más que imponer sea capaz de apoyarse, de acompañarse y de tener toda la paciencia para adaptarnos a lo que venga y sacarle provecho a todas las situaciones. Hoy más que nunca el apoyo debe prevalecer, pero no interpretado como “pensamos igual” sino enarbolando la comprensión, un esfuerzo real por comprender lo que sucede con quienes convivimos.

Es importante recordar que NADIE tiene la razón y que NADIE está equivocado, que todos portamos un fragmento de certeza que hemos construido en medio del caos, que se forjó en el transcurso de este año y medio con dolor, con pérdidas, con angustia, con soledad y que tiene el toque personal y único de la historia de vida de cada sujeto. Ante la falta de certidumbre, ante el signo de interrogación que se ha dibujado en el porvenir aprendamos a ser equipo en la diferencia, dejemos de criticar, de juzgar. Desde la diversidad de emociones construyamos juntos el regreso que algún día tiene que haber a las escuelas. Nunca la vida nos obligó como ahora a escucharnos, a respetarnos, a incluirlos, a asumir el bienestar del otro como mi propio bienestar; el cubrebocas es un símbolo de cuidado al prójimo, también nuestra capacidad de dialogar sin atropello, con esa escucha que puede incluso sanar el alma.

Padres y madres, niños y adolescentes, docentes, administrativos e intendentes asumamos que nadie está en lo cierto, que todos partimos de nuestra propia construcción de la realidad a partir de la información que buscamos, de la que obtenemos y que se procesa a través de nuestros idearios, de la cosmovisión con la que hemos crecido. Estuvimos alejados más de un año, hagamos del reencuentro un tiempo nuevo. Si la pandemia no ha traído nada nuevo quizá podamos construirlo nosotros echando a andar otras formas de estar juntos a través del diálogo, de la escucha atenta, de la ya tan llevada y traída empatía. Hagamos realidad un mundo donde quepan todos los mundos.

La verdadera inclusión comienza en el encuentro.

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