¿Recuperar el espacio escolar?
I. Calvino
El
regreso a las aulas es inminente. Todo parece indicar que más
temprano que tarde reabriremos las puertas de las escuelas para recibir a
nuestros alumnos. Y, ante lo inevitable, se han levantado cada vez más voces,
unas a favor y otras en contra. El bombardeo mediático es terrible, atronador y
desconcertante. Es una lucha entre el miedo y el hartazgo, la necesidad y la
prudencia, la aceptación y la resistencia. Volver a las aulas en el contexto de
la nueva normalidad implica asumir a fondo no únicamente el riesgo de contagio,
sino la vida en pandemia con todo su peso de realidad ineludible.
Volver
a habitar el espacio escolar usando cubrebocas, guardando la sana distancia,
con grupos reducidos, sin ese recreo en colectivo lleno de gritos y niños
sudando, riendo, comiendo juntos requiere un verdadero proceso mental,
emocional, anímico de aceptación de la realidad en que vivimos desde hace año y
medio; significa reconocer, ya sin subterfugios, total y absolutamente que la
vida ha cambiado, que lo que fue ya no es, que no tenemos la mínima idea de a
dónde vamos y que no hay lugar seguro para nadie.
La
resistencia a lo presencial se nos aparece desde un miedo profundo, se teje
desde un temor ancestral que nos mueve hacia la salvaguarda de la vida. La
resistencia y el miedo tienen un lugar importante en la construcción de la
nueva colectividad. Nos guardamos hace tiempo por miedo a la muerte (propia o
ajena), por estar amenazados y sin posibilidad de defendernos; vulnerables como
nunca, nos escondimos de un enemigo invisible a nuestros ojos, tenaz y
mortalmente real. El tiempo ha transcurrido y, con nuestra peculiar manera de
adaptarnos como especie, hemos redefinido trabajo, familia, entretenimiento y
compañía. Todo en nuestras vidas ha sido trastocado y ha terminado por adquirir
significados diferentes a los que nos habían acompañado siempre. Hemos aprendido a
vivir amenazados, ocultos, asumiendo el riesgo de perder la vida cuando hay
que movilizarnos.
Y
entonces, en estas circunstancias, “volver a las aulas” también adquirió su
propio significado pandémico; se convirtió en sinónimo de la vuelta a la
normalidad, de la promesa de un porvenir sin acecho viral, la esperanza de un
regreso a ese ayer pre-covid. “Volver a las aulas” se inscribió en un futuro no
fechado, colocado allá en lontananza con sabor al tiempo viejo, al tiempo de
antes, ese tiempo en el que había más certezas y menos riesgo, en el que la
convivencia y los abrazos no implicaban la posibilidad de matarnos unos a otros.
“Volver a las aulas” se convirtió en el anuncio que habríamos de escuchar el
día en que terminara esta locura, este interminable paréntesis covid.
Pero
no ha sido así. La reapertura de las escuelas surge entre los contagios, entre
funerales, con un fragmento de población (esos a los que su economía o modo de
vida se los permite) aún confinado. Volver a las aulas se propone, impone o
promueve sin que la amenaza esté extinta, con el cubrebocas como el símbolo de
la conservación de la existencia, con este miedo de acercarnos demasiado,
depositando la fe en los súper poderes que deseamos obtener a través de la
vacuna. La recuperación del espacio escolar parece un absurdo, un riesgo
tonto, una necedad, una mala decisión. Habíamos logrado sentirnos un poco
seguros en las nuevas circunstancias; con los ajustes a nuestra rutina y los
niños y adolescentes en casa habíamos conseguido olvidar un poco el miedo,
ignorarlo, ser menos conscientes de la angustiosa realidad en que habitamos
actualmente. Y ahora tenemos que aspirar hondo y profundo y mantener el pecho
henchido de algo que no estamos seguros si es valentía o estupidez y enfilarnos
hacia las aulas, con el cubrebocas bien puesto y con toda la disposición, en el
caso de los docentes, de ejercer un liderazgo digno, estoico e incólume que ayude
a los alumnos a insertarse de vuelta a la vida, a esta vida nueva, a esta
existencia infectada de covid.
Tenemos miedo porque no hay certezas, no hay certidumbre de nada, no hay métodos
ni procedimientos probados que sepamos que garantizan la continuidad de la
vida, la protección de la salud. ¿Y si mejor nos esperamos?, preguntan unos.
¿Cómo reconocer la batiseñal en el universo covid que nos indique que ya es el
momento? ¿Existirá ese momento? ¿Y los niños, los adolescentes, los jóvenes,
esos que no quisieron nunca abrir las cámaras en sus clases virtuales, que no
han tenido un espacio propio para existir lejos de la mirada familiar, que
perdieron amigos, juegos, secretos, carcajadas, complicidades? “Al menos se
contagiarán estando felices de haber convivido unos días”, decía alguien con
sarcasmo en una discusión acerca de esta vuelta a las escuelas.
¿Cuál
es la mejor opción? Si lo postergamos, ¿cuánto durará este nuevo lapso de
espera: semanas, meses, otro año? ¿Se logrará extinguir el virus o cuando menos
lograremos controlar los contagios y reducir al mínimo las muertes? ¿Cuándo
terminarán las oledas, los repuntes? ¿Qué riesgos estamos dispuestos a correr y
cuáles solemos asumir en la nueva realidad? ¿Y podría ser que abrimos las
escuelas, volvemos a habitar las aulas, recuperamos el espacio escolar y
descubrimos que no es tan malo ni difícil vernos con cubrebocas, poquitos y
separados? ¿Qué tal que logramos encontrarnos en la nueva normalidad? ¿Y si
resulta que, al sentir la presencia de nuestros alumnos, al verlos,
escucharlos, al interactuar con ellos, al bromear, regañar, reír, charlar
sentimos que lejos de perder seguridad recuperamos el sentido de nuestra
profesión? ¿Qué tal que nos reencontramos con el afecto más profundo de nuestra
vocación? ¿Y si resulta que, en nuestro salón, en el patio de la escuela, en la
rutina diaria, nos topamos con el rastro del amor que nos movió hacia la
docencia?
Estamos
sin duda frente a una situación inédita. Es imperativo respetar los miedos,
tener una paciencia infinita para escuchar opiniones diferentes a las nuestra,
esforzarnos por darle lugar a la osadía o al temor de los otros. Son tiempos
raros que requieren mucha tolerancia, mucha comprensión y la elección de
objetivos sencillos a corto plazo para ir cubriendo en lo relativo a lo escolar.
Estos meses de angustia por la amenaza de morir por un contagio, de perder
seres queridos, de estar lejos unos de otros habrá dejado algo positivo dentro
de todo si logramos conformar una comunidad que más que imponer sea capaz de
apoyarse, de acompañarse y de tener toda la paciencia para adaptarnos a lo que
venga y sacarle provecho a todas las situaciones. Hoy más que nunca el apoyo
debe prevalecer, pero no interpretado como “pensamos igual” sino enarbolando la comprensión, un esfuerzo real por comprender lo que sucede con quienes
convivimos.
Es
importante recordar que NADIE tiene la razón y que NADIE está equivocado, que
todos portamos un fragmento de certeza que hemos construido en medio del caos,
que se forjó en el transcurso de este año y medio con dolor, con pérdidas, con
angustia, con soledad y que tiene el toque personal y único de la historia de
vida de cada sujeto. Ante la falta de certidumbre, ante el signo de
interrogación que se ha dibujado en el porvenir aprendamos a ser equipo en la
diferencia, dejemos de criticar, de juzgar. Desde la diversidad de emociones
construyamos juntos el regreso que algún día tiene que haber a las escuelas.
Nunca la vida nos obligó como ahora a escucharnos, a respetarnos, a incluirlos,
a asumir el bienestar del otro como mi propio bienestar; el cubrebocas es un
símbolo de cuidado al prójimo, también nuestra capacidad de dialogar sin atropello,
con esa escucha que puede incluso sanar el alma.
Padres
y madres, niños y adolescentes, docentes, administrativos e intendentes
asumamos que nadie está en lo cierto, que todos partimos de nuestra propia
construcción de la realidad a partir de la información que buscamos, de la que
obtenemos y que se procesa a través de nuestros idearios, de la cosmovisión con
la que hemos crecido. Estuvimos alejados más de un año, hagamos del reencuentro
un tiempo nuevo. Si la pandemia no ha traído nada nuevo quizá podamos construirlo
nosotros echando a andar otras formas de estar juntos a través del diálogo, de
la escucha atenta, de la ya tan llevada y traída empatía. Hagamos realidad un
mundo donde quepan todos los mundos.
La
verdadera inclusión comienza en el encuentro.
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