La inclusión comienza en el encuentro

 



“El Destino tiene caminos que no podemos alterar,
cuando nuestra voluntad comienza a flaquear
si vivimos disculpando nuestros errores
ayudamos a los Hados a matarnos.”
K. Gibrán

 


Cuando se trabaja por y desde la inclusión, la dimensión del ser docente adquiere otro sentido. Es un gusto constatar que cada día son más los maestros que por decisión propia ejercen una práctica diferente a la tradicional, se cuestionan más con respecto a la relevancia de los contenidos temáticos que enseñan y se preocupan sinceramente por los alumnos diferentes, por los que no la están pasando bien en el ambiente escolar.

Sin embargo, esta buena disposición no siempre está acompañada de los conocimientos necesarios para efectuar una praxis a la altura de las propias expectativas. Queremos hacer más de lo que en realidad podemos. Llegamos de golpe al límite de la docencia. ¿Qué sigue? ¿La interacción con el universo de la psicología? ¿El espacio para la implementación de nuevos caminos como la investigación-acción? ¿Tiene tiempo el docente para nutrirse de nuevas ideas teóricas que le permitan desarrollar con eficacia una práctica inclusiva? ¿No es mejor convertirse en un cazador de estrategias, técnicas y/o secuencias didácticas que prometen que sí funcionará esta vez?

El acto pedagógico es un acto íntimo; se teje desde el corazón y la mente de cada ser humano específico; se desarrolla conjuntando pasado, presente y futuro: aquello que mamé en el tránsito por toda mi educación escolarizada desde la primera infancia hasta la formación profesional aunado a mi particular manera de ser, de actuar, de interactuar y que se va delineando conforme a las expectativas que genero apegadas a mis creencias personales. Y este es el atolladero en la aplicación de la teoría educativa.

Aun cuando esta teoría sea desarrollada por educadores en activo que están sumergidos en el ejercicio docente, que no diseñan, piensan, reflexionan desde un escritorio en el que analizan el acto educativo con la lupa de la metacognición, sino que proponen a partir de su propia experiencia en la vida escolar. Aun así, decía, no es posible tomar lo fabricado por otros para insertarlo en nuestro día a día. La teoría nos ayuda a dar una orientación a la práctica, nos permite argumentar, en el mejor de los casos, por qué tomamos una decisión y no otra. Hasta ahí.

Las largas listas de técnicas, estrategias y secuencias didácticas ya armadas que encuentra uno al por mayor en internet, colaboran con la difícil encomienda de “tener ideas” para la planeación. Pero nada nunca te advierte, te aclara, te resume, te explica qué hacer cuando al iniciar la actividad un alumno se burla de otro y el otro le responde ignorando que estás pidiendo silencio para dar una indicación; una chica se incomoda porque sospecha que tu maravillosa idea habrá de exhibirla de alguna manera frente al grupo; dos alumnos más se miran inquietos porque dijiste las palabras que más temen escuchar: “en equipos…” y siempre batallan para que alguien los integre y otra vez quedará evidenciada la falta de aceptación del grupo hacia ellos; o te piden que repitas hasta el cansancio las indicaciones porque tienes más de un alumno que no las capta a la primera y termina arruinándose todo en ese océano interminable de: “¿Cómo era?”, “¿Era así?”, “¿Qué es primero?”, “No entendí”, “Así no dijo el maestro”, “Ya me perdí” o, en el peor de los casos, lejos de obtener el resultado prometido por el autor de la fantástica idea que hemos adoptado, el grupo completo nos mira con cara de: “¿En serio, profe?”.

Y a esto hay que sumarle la integración de chicos con algún diagnóstico declarado como síndrome de Down, autismo, TDA/H, dislexia, dislalia, discalculia, problemas auditivos, visuales, de razonamiento, etcétera, etcétera, etcétera.

La labor docente es, en verdad, de un nivel de complejidad impresionante cuando se desmenuza su tránsito por cada minuto de los que componen una jornada escolar. Pero regreso al punto de partida de este texto: la práctica inclusiva.

Quiero poner en contexto también que con inclusiva estoy apegándome a la definición de educación inclusiva como aquella que pretende generar ambientes donde prevalezca la diversidad, es decir, ambientes en los que se encuentren personas (niños, jóvenes, adultos) con o sin discapacidad, en escuelas regulares, con el propósito de construir una colectividad igualitaria. Es este el paradigma predominante en la teoría educativa y que comienza a traducirse en acciones dentro de las aulas. Pero no porque se escucha bonito quiere decir que en la realidad sea plausible para todos, pues para el docente representa un compromiso nuevo consigo mismo para abrir brecha, para estar dispuesto a volver a aprender, a regresar a los primeros años de ejercicio profesional en los que la angustia gobierna porque uno no logra sentir control sobre la práctica y sus efectos.

Y tampoco es plausible para los chicos que habitan el universo de las diferencias y que, al estar insertos en la vida escolar regular, se confrontan a diario con el espejo de la niñez “normal” que les enfatiza la diferencia, la falta de habilidad, la carencia de herramientas o la imposibilidad con la que viven. Un entorno regular no nada más confronta, también exige a otro nivel, ya sea directa o indirectamente, recrudece la realidad y obliga a ser menos condescendiente con uno mismo. Y la familia también sufre el drama de la inserción en lo regular, y no se salva de las comparaciones involuntarias con las otras familias que funcionan “normal”, y papá o mamá tienen que salir a la vida con una armadura bien puesta de “no pasa nada” para evitar sentir el miedo, la angustia, el enojo, la dificultad, la frustración.

Visto de esta manera, no es la educación inclusiva desde la pura teoría un universo feliz donde todos cabemos y estamos contentos por pertenecer. No. ¿Entonces?

Pues es el espacio en el que el docente habrá de hacer magia, en el que el maestro tendrá que desarrollar todo lo que humanamente le sea posible para construir la verdadera inclusión, para acallar la angustia de los participantes, la incomodidad, la incomprensión, algunas burlas, la presión de sacar adelante a todos, de enseñar, de dar clase pues, ¿que no es al final de cuentas ése el papel del docente: enseñar? Y esta es una responsabilidad enorme, que pone mucha presión en la disposición del educador para “fluir” con el grupo. Y es aquí donde la teoría se hunde en el atolladero.

Sin embargo, sí existen posibilidades de salir de ahí, de colocarse frente a la realidad de la inclusión y comenzar a construir. Los docentes hemos aprendido a desarrollar nuestra práctica solos, encerrados en las aulas, a cubierto de la mirada ajena, escondiendo nuestros errores con vergüenza, como si los años de la carrera nos hubieran formado para no equivocarnos. Nos ahogamos entre las cuatro paredes del salón y luego entre las de la casa tratando de salir avante; nos enojamos con la dirección porque nos dio un grupo difícil, nos enojamos con los padres porque no ayudan, nos enojamos con otros docentes porque pensamos que la tienen más fácil o que se ven tranquilos porque no se comprometen. Hemos aprendido a movernos solos en el universo escolar.

Pero la educación inclusiva requiere otro tipo de vínculo, de interacción y de acompañamiento entre adultos. Tenemos que estar dispuestos a escucharnos, pero, sobre todo, a buscar ayuda y, lo más importante, a no circunscribir la búsqueda de apoyo a las unidades/departamentos/personal especializados de las mismas escuelas porque, dicho sea de paso, no siempre se recibe la respuesta o la orientación que se requiere. Debemos abrir nuestras posibilidades más allá: compartir con docentes ajenos a nuestro espacio diario y con otras personas que estén proponiendo maneras que sí van conmigo de hacer las cosas, que encuentran eco en mí, que sí me resultan convincentes y las que sí me siento en posibilidad de aplicar en mi actividad profesional.

Las redes, ahora con la pandemia, se han abierto de manera espectacular para comunicarnos con grupos, asociaciones, proyectos, seminarios, conferencias, talleres y un largo etcétera. Es imprescindible que los docentes, los que buscamos formas diferentes de hacer las cosas, los que estamos intentado el camino de la inclusión, nos tomemos a nosotros mismos como el primer foco de atención, nos armemos con todo lo que nos sea posible para poder, en el aula, construir un mundo donde verdaderamente quepan todos los mundos, como se decía por allá, en las montañas del sureste mexicano, hace ya bastantes años.

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