El camino de la permanencia
“(…) o un muchachito de piedra,
que llevaba un bonete por el
genio del silencio, de un silencio
que daba la impresión del
antípoda de la palabra y,
por consiguiente, de un mutismo
no desprovisto de sentido
ni vacío de vida.”
T. Mann
He
levantado la bandera de la inclusión. He defendido el derecho a la existencia plena desde el respeto
a las diferencias. He propuesto un universo en donde prevalezca la posibilidad
de la plenitud a partir de ser simplemente como se es. He insistido en que
nadie condicione a nadie el amor, la seguridad, la confianza y el placer. He
creído haber encontrado el rastro de mi propio temor y hasta pensé que me había
convencido con mi propio discurso. Y de pronto, vuelve el mundo a la carga y
cuestiona los posicionamientos.
Con todo lo difícil que ha sido la vida en la pandemia, el
aislamiento trajo consigo la posibilidad de reconstruir fragmentos de mi propia
persona que estaban dispersos en distintos capítulos del relato de mi historia.
Con calma, con el ánimo investido de certeza, fui colocando cada pedazo en el
lugar correcto; me armé, me acomodé, me disfruté. El anuncio de la vida a lo
colectivo vuelve a sacudir lo que ya estaba estructurado, regresan las ganas de
recuperar el escondite, de desarmar lo armado, de ocultar nuevamente todo lo
que alguna vez no cupo “entre los otros”.
La influencia del grupo en la construcción de la
personalidad tiene un peso gigantesco, asfixiante, insoslayable. Nadie se
resiste a mantener a flote la diferencia cuando ésta no tiene eco en el
infinito espacio donde cohabitamos con “los otros”.
Quizá, cuando la conducta que asumimos desde pequeños “cuadra”,
coincide, corresponde con lo que nos rodea, hay una posibilidad más armónica de
pertenecer al todo, menos ultrajante. Sin embargo, cuando la esencia está
compuesta de ideas, sentimientos, pensamientos de índole diversa y no nada más
ajena, sino incómoda o amenazante para esos “otros”, el derecho a la existencia
se convierte en una lucha interna por decidir entre la renuncia y la
pertenencia.
Sostenerse desde la individualidad cuando el grupo se
siente amenazado en su pudor por una conducta que no se comparte, insistir en la
propia mirada cuando los demás no se sienten cómodos con ella, mantener la voz
en alto y el puño cerrado para no dejar de ser cuando los demás se confabulan
para doblegar la diferencia, termina por acarrear un sinfín de consecuencias
para quien ha de callar lo que es para asumir lo que no es. Ese yo oculto aún
intenta manifestarse, pero hay contextos que aplastan tan fuerte, que finalmente
se diluye, se dispersa hasta hacerse inasequible.
Y uno anda por la vida a media tinta, a medio gas, a medio
vivir, sin encontrar sitio cómodo, sin coincidir con iguales, sin establecer vínculos,
sin tener arraigo.
Decir que uno ha de ser quien es, cuestionar, criticar y
sostener el discurso propio, el orgullo de la diferencia, la dignidad de las
propias manifestaciones, es sencillo cuando no ha costado el amor de los
padres, cuando no se ha tenido que elegir entre sentirse parte de un núcleo
familiar o asumir el rechazo por no abandonar-se para pertenecer.
El fenómeno de la conformidad que puede incluso alterar,
deformar, distorsionar las percepciones del sujeto debe estar vinculado a estas
necesidades primarias de afecto, de aceptación, de satisfacción, de
reconocimiento. Es fácil sugerir que se cuestione al grupo, que se critique,
que se pronuncie en voz alta el desacuerdo. Sí, es algo muy positivo. Sin
embargo, ¿dónde se colocan los temores al abandono? ¿Es posible que una
conformación del yo primario en la infancia más “sana”, más completa, más “permisiva”
en cuanto al derecho a existir realmente desde la propia esencia incida en la
capacidad de resistir a la presión no consciente ni declarada como tal, pero sí
real del grupo, de la sociedad, de la cultura?
¿Qué necesitamos construir en un ser humano para que sea
capaz de sostener su posición aun cuando la mayoría o todos se colocan del otro
lado? ¿Cómo construir la certeza en un sujeto de que, aunque todos vean el
verde, si él ve rojo no dude nunca que es rojo lo que ve? ¿Cómo evitar que se
retracte y que llegue al grado de ya no percibir más el rojo e incluso
construir, reconstruir, inventar, alucinar el maldito verde de los demás, y que,
además, la distorsión llegue a tanto que termine convencido de que el verde es,
ha sido y será el suyo?
¿Existe un amor filial capaz de blindarnos de la
incertidumbre de uno mismo? Más aún, ¿existe la posibilidad de saber cuándo
realmente no estamos respondiendo a lo social? ¿Hay alguna manera de encontrar
el sí mismo en un individuo que ha crecido inserto entre los otros desde su
nacimiento?
No me atrevo a decir que los diversos grupos sociales “ayudan
en la conformación de la personalidad”, es el verbo “ayudan” el que me hace
ruido. Creo que sí colaboran, inciden, afectan, incluso, determinan la
personalidad. Pero no creo que “ayudan” sea la idea correcta. En agrupaciones
como Alcohólicos Anónimos, el discurso del grupo conforma una identidad colectiva
que ayuda al sujeto a asumir su personalidad con menos angustia; esa identidad
colectiva presta al individuo fortaleza para que éste tome sus pedazos y se
reconstruya, emprenda el camino al encuentro consigo mismo, con ese sí mismo
que se quedó agazapado en algún punto de la historia, con ese yo primario que
aguarda incólume por el día de la recuperación, del permiso a existir, del
derecho a ser y estar.
Pero no todos los grupos sociales ofrecen un remanso entre
las exigencias del mundo. El camino a la permanencia debe tener un principio
constructor, un tiempo de conformación, un espacio de habilitación, de
fortalecimiento. Hemos de aprender a reconocernos y encontrarnos entre todo el
discurso social y cultural para poder cuestionar, criticar, sostenernos sin
temblar; decir “Yo soy”, “Yo pienso”, “Yo creo”, “Yo veo”, “Yo existo” sin el
miedo al abandono, al rechazo, al “hazte a un lado porque no te entiendo”.
El camino de la permanencia no es sencillo, pero quizá baste
con empezar a dibujarlo para que adquiera sentido de realidad, para que poco a
poco se materialice y pueda uno colocarse de pie, encima, y luego… decidirse a
andarlo.
Me encanta leerte
ResponderEliminar