Los alcances de la normalización
“Las superestructuras son siempreambiguas: expresan la ‘situación real’tanto como la enmascaran, su funciónes esencialmente doble.” C. Castoriadis
En este texto, mi intención era continuar en la misma línea del anterior: el asunto de la institucionalidad y la inclusión. Sin embargo, se ha cruzado otra idea por mi cabeza, una que podría llevarme veinte cuartillas escribiendo; es acerca de un fenómeno que me parece muy curioso y que se aproxima al terreno de esas coincidencias que bien podría haberlas creado el propio destino de la humanidad. Me refiero a la generación de padres a la que le ha correspondido acompañar o, cuando menos, presenciar, el cierre de las escuelas físicas y la vida escolar virtual.
Es muy
curioso, decía, pues somos una generación de padres de familia con la que se
inauguraron las letras que pretenden designar-caracterizar-contextualizar-englobar-
a las personas que habitamos el planeta en un determinado momento: la
generación X. Somos una generación de padres de familia que nos hemos
reposicionado como autoridad familiar; no queremos ser impositivos y nos
bombardean con aquello de “tus hijos necesitan un padre, no un amigo” pero
cuando el hijo nos mira enojado porque no está de acuerdo con los límites, con
las decisiones, con los intentos de imposición, somos incapaces de reducir ese
gesto e ignorarlo, toda nuestra paternidad se encoge ante la desaprobación del
hijo y no podemos hacerlo a un lado pues lo traducimos como un atropello a su
integridad.
Somos
una generación de padres que concebimos la presencia de los hijos distinto a
como nos percibieron nuestros padres, que “lo único que buscamos es que nuestra
progenie sea feliz”, que consideramos que no existe nada tan intocable como lo
que hemos fabricado: nuestros hijos y, en esa tesitura, hemos incluso
mancillado el trabajo de más de un docente que tuvo la desgracia de no “entender”
a nuestros increíbles, irrepetibles y maravillosos hijos.
Freud,
Freinet, Freire, Neill, Ilich, el Che Guevara, Fidel Castro, Jim Morrison, Barrett
y Waters, Cohen, William James y hasta el mismísimo Nietzsche estarían tan
orgullosos de nosotros y nuestra forma de ejercer la paternidad: respeto,
igualdad de derechos, exigencia-no exigencia (según consideremos mejor),
atención, cariño, paciencia, tolerancia, disculpas, apertura, diálogo y un
largo etcétera en el que se pueden incluir todas las palabras descriptivas que
se consideren apropiadas.
En las
escuelas hemos cuestionado una y otra vez a estos padres (ahora me coloco del
lado institucional); les exigimos que exijan, que se posicionen, que marquen
límites, que no se metan en todo, que dejen a sus hijos respirar sin su mirada,
que den seguimiento a la escuela sin resolver todo antes que los niños, que los
atiendan menos, que los dejen aburrirse, que les den confianza para andar en la
calle, para moverse solos, que no pidan la tarea en el chat de papás y otro
largo etcétera en el que pueden enlistarse todas las demás “sugerencias” que hacemos
las escuelas.
Pero,
lo más fuerte de todo este asunto, es que somos una generación de papás (vuelvo
a colocarme de este lado) que no podemos tolerar la frustración de nuestros
hijos, que cuando la vida no les sonríe a ellos como nosotros esperábamos somos
incapaces de dejarlo pasar y permitir que nuestros hijos se recompongan y se
fortalezcan y vayan aprendiendo que la vida es así: un día hay, al otro puede
que ya no. Discutimos en el restaurante porque alguien le llamó la atención a
nuestro hijo, discutimos con el maestro porque no estamos de acuerdo cada vez
que su sistema no beneficia a nuestro hijo, no asistimos a lugares donde no son
bien recibidos o nos obligan a controlarlos, nos ofende que otro adulto “les
hable feo” aunque nuestros hijos lo hagan peor y aunque este adulto sea tan
cercano como la abuela, la tía o cualquier otra persona de confianza que
sabemos que no está pretendiendo lastimarlos. Adelantamos lo más que podemos en
la interacción social para evitar que los hagan a un lado, que los “molesten”,
que los avergüencen.
Dormimos
satisfechos algunos días porque estamos logrando una infancia plena para
nuestros hijos; pero, otras noches, nos desvela la angustia de no saber si lo
estamos haciendo bien, si el grito, la nalgada o el regaño era realmente
necesario, si la comida está siendo lo suficientemente nutritiva, si el tiempo
en pantallas ha escapado a nuestro control, si la escuela en la que los
inscribimos sí es la mejor elección, si necesita más o menos actividades
vespertinas, si de verdad es feliz con nuestra paternidad/maternidad y otro
largo etcétera.
Y a
nosotros, padres de estos casi totalmente felices hijos, se nos aparece de
pronto el destino vestido de covid-19 y nos azota una pandemia que se burla en
nuestras caras: “¿A ver? ¿Cómo vas a evitar esta vez que tu hijo sufra?”
Y aquí
estamos, acompañándolos con toda la angustia de no poder resolverles nada, de
no poder ir a abrir las escuelas, de no poder ayudarlos a recuperar la
infancia, la vida social, el patio de juegos, la convivencia, las carcajadas,
los eventos escolares, los cumpleaños con amigos, las pijamadas, las visitas,
las tareas en equipo… Aquí estamos, llorando por las noches, contando los días
y observando cómo se van las semanas, los meses, la vida… y el hijo sólo
aumenta pérdidas a su lista de tristezas.
Y no
podemos hacer nada. No podemos hacer nada. No podemos hacer nada. Inventamos
ganancias donde las palabras ya no pueden hacer crecer la sonrisa, y enunciamos
una serie de ideas sin mucho sentido para recuperar el aliento, para motivar a
otra semana de escuela con forma de pantalla, de amigos que ya no se sienten,
ahora se leen, se miran, se pierden entre los cuadros de la aplicación-salón.
Y,
además, esos maestros que nos dijeron que sacáramos las narices de las tareas,
que nos pidieron no inutilizarlos, ahora nos convierten en sus aliados y
trabajamos juntos y nos resignamos a estar del mismo lado y nos entendemos desde
la imposibilidad de hacer algo por estos niños. Y entonces la pandemia ha sido
un tiempo de explotar esta sobreprotección, de estar ahí veinticuatro por
veinticuatro totalmente, de entender que ser feliz tiene sus límites, que la
vida es, que los hijos son, y que la vida y los hijos se pertenecen mutuamente
y no estamos invitados. Aunque pongamos flores alrededor de la computadora nada
evita que el domingo por la noche aparezcan las lágrimas, que los hijos
pregunten cuándo volverán a la escuela, que estén tristes, hartos y aburridos.
¿Cómo
habrá de ser el tiempo de regreso? ¿Qué habremos aprendido? ¿Podremos finalmente
soltar a nuestros hijos? ¿Cómo será el rol del maestro, la escuela y las tareas
después de todo esto? ¿Quiénes seremos nosotros desde nuestra
paternidad/maternidad, los de la generación que inauguró la pérdida de la
certeza? ¿Será que este antecedente que nos escribió la X en la frente es lo
que nos permite acomodarnos en esta incertidumbre y acompañar a los hijos
inventándoles la certeza que perdimos, pero esta vez a cuenta nuestra? ¿Esto
querrá decir aquella frase de “tomar en las manos nuestro destino”?
También
estará pendiente una profunda revisión de los cambios en los niños. La
pertenencia obligada al ámbito familiar ha provocado cambios muy interesantes
en ellos. Se han fortalecido aspectos de la personalidad que indudablemente no
se hubieran fortalecido de otra manera. Pertenecer a una familia, sea esta como
sea, estar ahí, mirarte todos los días, tolerarte, aprender realmente a
convivir (aún a punta de conflicto) sin estar más de la mitad del día unos en
la escuela y otros en el trabajo haciendo menos pesada la existencia común;
esta forzada convivencia, insisto, está redituando positivamente en la
constitución de la personalidad de los niños pues, aunque el ambiente no sea
feliz, lo que integra es la pertenencia, es conocer el origen, es la
intimidad familiar.
Si un
pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla, ¿qué será cuando
no entendemos el propio origen?
En
fin, esto es lo que se ha cruzado hoy por mi mente, cuando estamos a punto de
volver a las escuelas a comenzar el último periodo del ciclo escolar, cuando se
anuncia la vacuna para los docentes, cuando ya casi me convenzo de vivir en
este sistema-encierro (incluso me inquieta que en las series de la televisión
los personajes se acerquen demasiado unos a otros y no usen cubre bocas),
cuando ya la realidad-pandemia está inserta en mi ser a otro nivel…, cuando me
desvelo repasando el inventario de las pérdidas de mis hijos, cuando amenaza la
tercera ola, cuando ya logré asimilar que esto no es un maldito sueño, cuando
espero, solamente espero, que sigamos sobreviviendo los que aún andamos por
aquí…
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